“Por lo demás, el cine es una industria”.

André Malraux,

Esbozo de una psicología del cine.

Rocky5-1990-10

¿Es lo mismo “Rocky V” que “Psicosis”? Desde el punto de vista de la industria cultural, sí. La producción cinematográfica: está enfocada a su exhibición, a su reproducción, y es, por tanto, un producto de consumo, y en consecuencia, tiene aspiraciones de masificación de su consumo.

El amplio alcance que tiene hoy la cultura, el hecho de que podamos acceder a sus productos, por tantos y tan diversos medios ha trasladado el poder crítico desde el artista al consumidor. Y consumidor, público, sencillamente somos todos, sin distinciones.

La expresión “industria cultural” es actualmente muy elástica, alejada ya del primitivo significado que le dieron en origen Adorno y Horkheimer, sus creadores. En origen, “industria cultural” era un derivado, una ampliación, un refinado de la “cultura de masas”, ya que proponía que son la elección del espectador y las propias leyes del mercado las que determinan lo que se produce. Fue también Adorno quien afirmó que la cultura popular se caracteriza por la estandarización, en el doble sentido de que estandariza no sólo el producto sino también a su consumidor, facilitando así el control por parte del sistema. Y apostillaba Walter Benjamin que “la proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento también creciente de las masas son dos caras de uno y el mismo suceso”.

Parece que el potencial crítico de la cultura se ha difuminado. El predominio del carácter ético-estético del artista ha mutado a socioeconómico. La finalidad principal de esta cultura es su propia difusión y la obtención de un rendimiento económico y no desde luego la mejora social, la capacidad de educar a sus consumidores o la mejora moral de los individuos: es decir, renuncia a todo ideal pedagógico. Esta industria es, por necesidad, complaciente puesto que sin la aprobación del consumidor, es decir, sin la compra del producto, no podrá sobrevivir.

El potencial persuasivo y uniformizador del cine es realmente inagotable. Sin duda alguna forma parte del sistema y tiende a perpetuarlo. Porque además sus mensajes se dirigen a nuestro espacio privado, a nuestro espacio de ocio.

La evolución del cine corre de la mano de la técnica, dándose el hecho simultáneo de un vaciamiento de contenidos –ya señalado por McLuhan al advertir que en el cine los contenidos importan menos que la propia naturaleza del medio.

El cine –industria cultural- no sigue la lógica de lo cultural, sigue la lógica del entretenimiento, porque la mayoría del público lo considera de esa forma; y, aun cuando, en ocasiones, aporta crítica o innovación, éstas terminarán, por la propia naturaleza del cine convirtiéndose en algo común, acrítico, e incluso trivial. El propio entramado de nuestra sociedad nos ofrece la modesta libertad de que, en función de nuestra capacidad de compra, podamos adquirir unos u otros servicios de entretenimiento.

Quizá sea un poco forzada la autocalificación de “artistas” que vemos habitualmente en las gentes del cine. Un artista de hoy no tiene tanto que ver con un artista del siglo XVII como solemos pensar. Certeramente señaló Félix de Azúa hace más de 30 años (“La muerte cotidiana del arte”) que desde el Romanticismo “el estatuto absolutamente mítico del artista chocaba con su vida social”, que los artistas no dejaban de ser hijos del Estado. “Su extremada ansia de diferenciación era tan sólo una reacción frente al carác­ter evidentemente igualitario del nuevo orden social, de la clientela burguesa de la que dependían, a pesar de sus de­lirios de autonomía. De ahí que la segunda generación de artistas modernos, los discípulos, aceleren el enfoque técnico”. Con lo que de paso se establecía que sólo un artista podía juzgar a otro, convirtiéndose así también en “administradores” del asunto. Y en el caso del cine este enfoque técnico, “hipertécnico” (Baudrillard) nos ha alejado de la ilusión.

La retórica comercial de la industria cinematográfica nos suele tapar algo claro en otro tipo de industrias: las marcas. Tenemos la marca Tom Cruise como tenemos la marca Javier Bardem. En el fondo el producto mismo importa poco; tanto da “Skyfall” como “Hijos de las nubes”. Todo está pensado para el público, para la masa, incluso aquello que aparentemente no.

Hay un cierto populismo en esto de la cultura; hemos cambiado el ideal democratizador del acceso de todos a la cultura por un basto -con “b”- acceso de cualquier actividad al rango de lo cultural, que se apoya, entre otros, en las propias industrias de la cultura, prestas a sacar tajada, pues en su propia expresión predomina la razón industrial sobre la cultural.

Por supuesto que considero al cine un arte, pero ello no obsta para que sea considerado, en primer lugar, como una mercadería, y no se pueda separar, ni siquiera alejar, de esa consideración.