Descubrí esta obra, creo recordar, en una nota a pie de página de un libro de Fernando Savater. Quizá en alguno de los ensayos de “Perdonadme, ortodoxos”, pero no estoy seguro. Esas notas al pie, como las bibliografías que exponen otros autores (y aquí pienso en Antonio Escohotado) han sido siempre para mí como la horquilla de madera de un zahorí.

Hace muchos años ya que leí este dilema sobre el poder. Y ahora lo vuelvo a leer, con mayor placer aún que en aquella primera ocasión. Vuelvo a leer porque soy lector. No lo reviso porque no soy revisor (¡Billetes, por favor!).

Si algo nos muestra esta brillante narración es la vibrante polaridad entre lo sagrado y lo profano, entre el sacrificio y el nacimiento de la comunidad, temas que, por otra parte, fueron de investigación permanente para Caillois, motivando incluso el nacimiento del Collège de Sociologie en 1937, del que Caillois, junto a Georges Bataille (otro a la cuenta de Savater) y Michel Leiris, fue fundador.

Pilatos, símbolo del poder de Roma y peón de su política, nos es mostrado como un hombre racional, forzado a ceder en ocasiones ante fantasías supersticiosas de un pueblo vencido, sintiendo ante ello las punzadas de su espíritu rebelde.

Desde el comienzo de la narración se nos presenta el conflicto que Anás y Caifás -representantes del fanatismo, es decir, del Sanedrín- exponen ante Pilatos: el ya rutinario asunto de una persona de la que dicen que es el Mesías. Jesús había sido detenido la noche anterior y el Sanedrín lo había condenado a muerte. Caifás y Anás vienen a exigir de la autoridad romana la ratificación inmediata del veredicto y el cumplimiento, sin dilación, de la pena: crucifixión.

El Procurador, en nombre del poder imperial, era el responsable de las ejecuciones de la pena capital. Pilatos ve la trampa que Caifás y Anás le tienden por un asunto que en nada afecta a Roma. Para ganar tiempo, y porque Jesús era galileo, Pilatos opta por hacer comparecer al penado ante el Tetrarca de Galilea –Herodes-. Pero el Sanedrín no renunciará fácilmente: si el que proclamaban Mesías era el “rey de los judíos” existe un cuestionamiento de la soberanía del César. La cuestión política late tras el muro de lo religioso y ello podría convertirse en un atractor de peligro para Pilatos.

Herodes no cae en el lazo que le tienden y entrega al Mesías la túnica blanca, la túnica de los inocentes, con lo que el asunto retorna a las manos de Pilatos que se hace claramente consciente de que este problema puede poner en peligro su carrera, puesto que su superior, Vitelio, era muy aficionado a ponerlo en evidencia ante los ojos de César.

Prócula, mujer de Pilatos, entra en escena, atormentada y turbada por un sueño que le dice que se debe salvar al justo. Y Pilatos la calma prometiendo que consultará el significado de su sueño con el caldeo Marduk. Antes de ello, Pilatos consulta con el Prefecto, Menenio, “espíritu político, sagaz y circunspecto, en quien largos años de servicio en las tierras periféricas habían adormecido muchos escrúpulos tontos al mismo tiempo que le habían procurado poco a poco una lenta y, a la vez, preciosa experiencia”. Menenio aconseja que sea la multitud quien escoja a su víctima, ofreciéndole la elección entre un ladrón –Barrabás- y Jesús. Y que mediante el acto ritual de lavarse las manos aleje de sí la mancha de una decisión tomada, al fin y al cabo, por el pueblo. Y es en este momento cuando Pilatos se hace consciente de que “tolerar la ejecución de Jesús, pudiendo impedirla, era tan criminal como asesinarlo fríamente”.

Pilatos se entrevista con Judas Iscariote que le intenta hacer comprender que ambos, uno mediante la traición y otro mediante la cobardía, pues el romano debe permitir la crucifixión de Jesús, son los “obreros indispensables de la Redención” y “agentes del escándalo supremo”. Aparece de nuevo y con gran potencia la idea sacrificial de Caillois.

Por fin, se encuentra Pilatos con el galileo para interrogarlo. Y concluye que es un ignorante, un ingenuo, un presuntuoso, un iluminado. Pero no halla delito en él. Ante ello, Caifás contraataca: “Todo aquél que se dice rey, se pronuncia contra César”. El romano se parapeta: “Mañana, en mi tribunal de Gábata, os daré a elegir entre él y Barrabas”. Y, mientras tanto, da órdenes para que “disfrazaran al preso de rey de las saturnales y lo azotaran a voluntad. Le pusieron un manto de púrpura y le tejieron una corona de espinas que le hundieron en la frente. Le pusieron en las manos una larga caña a guisa de ridículo cetro. Lo azotaron con las varas reglamentarias de fresno y con látigos de cuero guarnecidos con huesecillos y bolas de plomo. Se inclinaron delante de él para burlarse, diciéndole: «Salve, Rey de los Judíos.» Seguidamente, se levantaban, lo abofeteaban y lo escupían en el rostro”.

A la caída de la noche Pilatos, tal como prometió a Prócula, acude a la villa de Marduk, a quien pone al tanto de lo ocurrido durante la jornada. Marduk, al que nos describen como un estudioso apasionado por las sectas, doctrinas y rituales, concluye que el Iluminado es un esenio. Y explica a Pilatos quiénes son los esenios: los que esperan la llegada de un Maestro que transformará el corazón de los hombres. Da entonces, Marduk, comienzo a un relato, en el que “no deducía, no presumía, no inducía. No hacía más que percibir un inmenso espectáculo invisible, que se le estaba ofreciendo sin que él lo advirtiera”: la historia posible se iba presentando. Es Marduk quien mejor ofrece el nexo entre lo sagrado y lo profano y quien nos alumbra la posibilidad de una historia ligada a un gesto.

Pero el dilema está ahí, persiste en Pilatos: “Por un lado, la razón de Estado; por el otro, la evidencia de que él, Pilatos sería personal e íntimamente culpable si dejaba morir al inocente, fuera cual fuere el motivo aparente que invocara para justificar su abstención”. El dilema será resuelto por Pilatos, y con ello alumbrará la Historia.

Una excelente novela que abre el camino de la incertidumbre, de lo que hubiera podido ser, contándonos una realidad ficticia y presentándonos la ambivalencia entre su narración y la historia. Nunca, como en esta narración hemos visto el valor de un gesto, el de lavarse las manos. La fusión de mito, ficción e historia en esta obra es todo un hallazgo.