Contemplo divertido, aunque reconozco que con algo de preocupación, este nuevo epifenómeno de la nacionalitis. Es, como puede entender cualquiera, uno de los subproductos de la crisis que llevamos años padeciendo. No es el único; hay otros como la resurrección de Franco a manos de sus modernos enemigos ideológicos, algunos de los cuales, por cierto, comenzaron sus carreras profesionales, sin gestos de protesta, en los últimos 15 ó 20 años del Caudillo. Y eso heredaron, el caudillismo.

No es únicamente el caso catalán. La semana pasada leía en la prensa digital un par de noticias que tienen su aquél: en Almería por una parte, y por otra en Málaga hay grupos que piden la separación de sus provincias la satrapía andaluza. Vaya por delante que algunas razones les amparan en lo que dicen y que las quejas contra el centralismo sevillano son algo que suscribirían en cualquier otra provincia de nuestra Comunidad Autónoma.

Ya sabemos como funciona el asunto éste de la nacionalitis: uno coge un libro de historia, busca una fecha en la que se hubiera producido un acontecimiento, que de inmediato pasaremos a denominar “originario”, y ya a partir de ahí se va organizando la zapatiesta autoexcluyente. ¡Qué lejos estamos de aquel nacionalismo unificador de Garibaldi!, ¡qué lejos de aquél nacionalismo de corte romántico, liberal!

Estamos ante un fenómeno cuya mecha encienden los representantes de las clases acomodadas –ligadas a la derecha política- pero cuya causa defienden, con más entusiasmo aún, gentes más ligadas a la izquierda que ya han superado aquella vieja cosa de la necesidad histórica de la internacionalización de su movimiento. Es una cuestión de física: aquel viejo movimiento que se esforzaba en movilizar fuerzas centrifugadoras ahora sólo es capaz de generar fuerza centrípeta. Y como todo esto queda en manos de la peor generación de políticos que hemos visto en España en los últimos 40 años pues no se ha conseguido sino acercarse a aquello que Michael Billing denominó “nacionalismo banal”.

Por otra parte es difícil de entender, al menos para mí, que en un país en el que llevamos años insistiendo en los valores de la interculturalidad, la multirracialidad y otras inter- y multicosas lleguemos a ser lo suficientemente obtusos para oponermos precisamente a quienes comparten con nosotros la mayor parte de su vida, de su historia y de su cultura.

El éxito de la nacionalitis es que apela a las pasiones, haciendo un llamado a la defensa de una parte de lo propio, que es lo más cercano, y convirtiendo lo demás en ajeno y, por tanto, susceptible de transformarse en enemigo, cosa que habitualmente sucede. Para un afectado de nacionalitis es mucho peor no compartir las razones de su Estado no-nato que mentarle a la madre. Da la sensación, además, de que muchos de estos debates y discusiones dirigidos políticamente no tienen mayor objeto que dañar la convivencia porque ya se sabe que en el río revuelto de los ciudadanos obtienen ganancias los pescadores políticos.

En cualquier caso a mí los discursos nacionalíticos me amodorran más que una cesta de gatitos al lado de una estufa.