Decía Walter Benjamin que “sólo de los desesperados puede venirnos todavía la esperanza”. Como experto certificado en fracaso y desesperación, y pendiente de un título oficial de delincuente, puedo afirmar que la aseveración del amigo Walter, que como sabemos, se suicidó, está bastante alejada de la realidad. Es una frase bonita, pero irreal para el asunto que trataré aquí. Para obtener esperanza de la desesperación ajena hay que moverse en un fangoso terreno moral. Aunque, claro, esto no es tampoco nada excepcional: seguro que todos conocemos a más bastardos y miserables –en términos morales- de lo que nos gustaría.

Uno de los mensajes más repetidos por todo el mundo es que el fracaso enseña y que abre nuevas oportunidades. Naturalmente, eso depende. Porque si eres arrastrado por la catenaria de la debacle económica no podrás acceder a créditos, serás embargado por sentimientos negativos, pero también por Hacienda, Seguridad Social, Ayuntamiento, etc., etc., y, en mi caso, otro etc. más. Si alguien te contrata y te da de alta en Seguridad Social –de estos no hay muchos- de lo primero que se entera es de tus abismos económicos, y de tu necesidad, lo que en ocasiones permitirá que el empresario para quien trabajas pueda descargar sobre ti alguna nueva felonía. En fin, que si alguien vuelve a decirme eso de las nuevas oportunidades y las enseñanzas del fracaso estoy dispuesto a lavarle la boca con jabón y un bate de béisbol.

El que intente tener una segunda oportunidad partiendo de una situación como la descrita no tiene más remedio que buscarla en la economía sumergida. Salvando las distancias, que las hay, y grandes, se ve uno como estos pobres subsaharianos que se suben a la valla de Melilla: ni puedes volver atrás, ni te dejan continuar hacia delante. Y posiblemente en el lance, vayas donde vayas, obtengas algún golpe más.

Recordaba hace unos días una película de Jaime de Armiñán, “Stico”, en la que un Catedrático de Derecho Romano (Fernando Fernán Gómez), ya retirado y reducido a la miseria, se convierte voluntariamente en esclavo de un antiguo alumno (Agustín González) a cambio de cama, comida y ropa. La desesperación empuja al esclavo, la ambición al amo. La película no cuenta, según recuerdo, los motivos de la pobreza del profesor, pero estoy convencido de que es como en la vida misma: errores propios y decisiones ajenas. Y se aprende que siempre hay alguien que se beneficia de la miseria de los demás. Es quizá lo peor: comprobar la constancia maquinal de la impudicia humana.

Posiblemente este articulito pueda ser utilizado por esa nueva casta de charlatanes, los coach, como ejemplo de pensamiento negativo. Sea.