Afirmaba hace unos días Felipe González que estamos ante una crisis institucional profunda, mucho más grave, si cabe, que la crisis económica. Estoy, excepcionalmente, de acuerdo con tan prestigioso diseñador de joyas.
Mientras la crónica política del país se continúe realizando desde la puerta de un juzgado no tenemos salvación. Por supuesto, no quiero decir con ello que haya que dejar pasar toda la basura política e institucional, sino que más bien parece que las batallas políticas haya que dirimirlas en sede judicial y no en sede parlamentaria. Nuestros políticos se han aficionado a ir al juzgado, bien para ser investigados bien para intentar resolver ahí lo que no son capaces de afrontar en su propio terreno de juego. Quieren convertir a la judicatura en una basta extensión, en una especie de brazo armado, del juego político.
En la cancha judicial no falta nadie; Familia Real, partidos políticos, Gobiernos de Comunidades Autónomas, Banca, etc. Han andado todos ellos cabildeando para obtener beneficios sin moral.
Mientras tanto, la televisión, en su liberador afán de formar e informar imparcialmente a la ciudadanía ofrece diariamente, no uno, sino varios programas de debate sobre éstas y otras aledañas cuestiones. A tal punto que cualquier albañil parado -ya no quedan de los otros-, cualquier ama de casa, cualquiera vamos, en nuestra bendita España se ha convertido ya en un experto en derecho penal y procesal.
La España bipolar, la del PP-PSOE, la de Monarquía-República, está ya siempre presente. Los propios partidos políticos e instituciones, y sus extensiones mediáticas, insisten persistente y vergonzosamente en esa bipolaridad para obtener renta política. Flaco favor el que realizan a nuestra sociedad. Y muy alejado de aquel consensualismo que permitió realizar una brillante, aunque ahora cuestionada, Transición tras la muerte de Franco.
Los partidos políticos, lejos ya de liderar al país, se han convertido en el motor principal del clientelismo y en uno de los principales problemas de los ciudadanos. Estos años han traído la exagerada proliferación de instituciones, parasitarias del Estado, que han ido secuestrando y erosionando la actividad privada. El descrédito de la política parece ser ya un fenómeno que se aleja de lo coyuntural.
La ausencia de vida parlamentaria y la inexistencia de acuerdos políticos, consecuencia de una mayoría absoluta y de unas leoninas directrices económicas ordenadas desde Europa, dejan poco lugar a la democracia. Las folclóricas figuras de Tomás Gómez, Elena Valenciano, o Cospedal y González Pons, sirven sólo para enmarañar aún más la situación. Hace un par de meses afirmaba Rubio Llorente que la reforma constitucional es ahora imposible por falta de consensos políticos.
Ya sabemos que la crisis, provocada por una sobredimensionada estructura financiera y su falta de liquidez, es la raíz del problema. Pero lo que tenemos a nivel político, lo que llevamos teniendo, sobre todo, desde 2007, me produce la sensación de una profunda falta de conocimiento empírico, entreverado de soberbia, de la realidad.
Que las dos más altas instancias del Estado -la Jefatura del mismo y la Presidencia del Gobierno- estén bajo sospecha –casos Noos y Bárcenas- es gravísimo; que varios Presidentes de Comunidades Autónomas también, y lo mismo podemos decir de otras instituciones, es, más que un sobrepeso a añadir, la triste constatación de nuestra bancarrota política. El olor a basura es ya incontenible.