Hace ahora 25 años que leí la “Metafísica” de Aristóteles. A todos os sonará; fue él, ahí, quien hablaba de que el Todo es mayor que la suma de las partes. Pero afirmaba algo más interesante aún: que unas cosas “pueden existir sin las otras según la generación, por ejemplo el todo sin las partes; y otras, según la corrupción, por ejemplo la parte sin el todo”. Esta corrupción, no referida a su acepción política, es putrefacción, degradación. Y algo así está ocurriendo con el Estado al que las corrientes contrapuestas de la globalización, la emergencia a un tiempo de lo global y lo local, presionan con fuerza, como si fueran dos pulgares apretando un forúnculo. Y todos sabemos lo que pasa entonces.
Se nos hace evidente que el Estado necesita no ya una mano de barniz sino la asistencia completa de un buen equipo de pintores, fontaneros, carpinteros, escayolistas, etc. En España, más concretamente, la negativa permanente de las organizaciones e instituciones políticas a negociar con honestidad las reformas y modificaciones que nuestro sistema y, porqué no, también nuestra Constitución, requieren, únicamente está produciendo que tengamos los dedos manchados de maloliente y pringoso pus.
En este entorno de desaguisado general algo que podría restañar alguna herida es el justo encaje de la financiación autonómica, que la mayoría de las Comunidades Autónomas sienten como una herida. Y esa herida está sangrando e infectándose. Independientemente de que los políticos de turno jueguen al juego de la pertenencia o no al Estado, lo cierto es que prácticamente todas las regiones se sienten insatisfechas con esta situación. Pero también es cierto que desde el origen, y para embridar otras insatisfacciones, se jugó a que todo valía y todo se podía hacer. Bien, pues ese petardo ya ha estallado.
Escribía Julián Marías en 1995 que “la personalidad de las porciones de un país puede ser un motor de perfección cuando cada una intenta llevar sus posibilidades a lo más alto, en presencia de las demás, en colaboración con ellas”. Lamentablemente no es éste el camino que aquí se sigue.
Si la Constitución fue engendrada por un amplio consenso político y ciudadano, pudiendo asumir el reto de integrar con cierta comodidad los problemas derivados de las regiones o de las nacionalidades en ella, no soy capaz de hallar en la Carta Magna las culpabilidades que ahora la acosan sobre esta cuestión. La Constitución dejaba abierto el modelo territorial del Estado. Han sido los distintos Parlamentos y Gobiernos los que han dado forma al Estado Autonómico. La Constitución, recordémoslo, no es nada más que el lienzo sobre el que creará su obra el legislador. Si el cuadro es feo pidamos responsabilidades al pintor, no a la tela.
En los últimos tiempos la lealtad constitucional ha sido quebrada. Nacionalismo central y nacionalismos periféricos han dejado de respetar las leyes del juego, con lo que la eficacia de la acción de los gobiernos se ve disminuida. Existe además una cierta incapacidad -en este caso del nacionalismo español- en reconocer que el problema, a pesar de que se presta a la confusión debido a la incapacidad de los líderes separatistas, va más allá de ser una mera disputa territorial.
Tenemos una batalla permanente de las Comunidades Autónomas y el Estado y tenemos un sistema político-administrativo que ha destrozado eso que se llama “unidad de mercado” –doctrina de la jurisprudencia constitucional tendente a evitar la fragmentación de la economía nacional a manos y en favor de las economías regionales. La difícil conciliación entre autonomía política y unidad de mercado es una de las grandes tareas pendientes de la política –de los políticos- en nuestro país. Por el momento el Gobierno de España gobierna de espaldas a las Comunidades y en justa reciprocidad éstas dan la espalda al Gobierno. Y este problema se reproduce en el interior de cada Autonomía, desde el centro para con lo periférico, es decir, con todo lo que no es centro.
Dicen los analistas que hay un problema de voluntad política. No lo dudo; como tampoco dudo que hay un problema de capacitación política por parte de quienes tienen que resolver estos asuntos. Y hay también una incoherencia de fondo en el hecho de hacer Planes Nacionales para esto y aquello cuando las competencias corresponden a las Comunidades Autónomas.
Para terminar, parece que en alguna cocina autonómica se está confitando un postre, aderezado en distinta proporción con desobediencia e ilegalidad. España no es Corea del Norte, y Europa tampoco. Los pretendidos líderes oclocráticos deberían recordar que la base de nuestra convivencia es el Derecho, y el Derecho se quiebra de forma definitiva, como nos advirtió Kelsen, con el axioma “debes, si quieres”.