¿Cómo es posible que ante el cierre de la ciudad china de Wuhan, de once millones de habitantes, el 23 de enero, por un riesgo biológico, en nuestro país no se realizara un análisis de la vulnerabilidad ante ese riesgo?
Aún con mayor motivo después de que en los últimos años hemos visto, a nivel global, episodios relacionados con este tipo de riesgos: enfermedad por el virus del Ebola (EVE), virus de Lassa, Zika, virus de Marburgo, Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), por no hablar del viejo VIH.
El confinamiento de Wuhan fue el primer aviso. El segundo, la negativa de grandes corporaciones globales (entre ellas Amazon, Facebook, Vodafone o Sony) a participar en el Mobile World Congress de Barcelona, cuya celebración estaba prevista entre los días 24 y 27 de febrero. La organización del Mobile decidió el 12 de febrero la cancelación del evento debido a la preocupación mundial por el brote de coronavirus. La lógica de un experto en riesgos lleva directamente a considerar estos hechos al menos como una probabilidad amenazante.
En la respuesta a emergencias son conocidas las tres “C”: contención, concienciación y comunicación. Para esa contención es fundamental monitorizar riesgos y establecer mecanismos de alerta temprana sobre los mismos que permitirán la preparación y toma de medidas ante eventos adversos. Sobre la concienciación es mejor olvidar cuanto antes las declaraciones de gran parte de la clase política y de muchos comunicadores. Y de la comunicación diré algo más abajo.
La cuestión es que el virus llegó, y con él sus impactos: sobre las personas, sobre los suministros, sobre el sistema sanitario, sobre la economía del país.
Los componentes del análisis de riesgos son: peligrosidad (que nos habla de la probabilidad de que ocurra un evento y de su capacidad de generar daño), exposición (personas y bienes que pueden ser afectados por el evento) y vulnerabilidad (o grado de susceptibilidad de la sociedad y los bienes a sufrir el daño).
Para que el peligro se materialice deben estar presentes los tres factores: peligrosidad, exposición y vulnerabilidad. Cuando se realiza el análisis de la peligrosidad se pretende llegar a determinar la probabilidad de ocurrencia del fenómeno analizado. Para ello no es necesaria una bola de cristal sino fuentes de información confiables y conocimiento técnico para el análisis.
Todos los elementos expuestos al daño quedan comprendidos en el segundo de los factores mencionados. ¿Qué se pretende al analizar la exposición? Pues, señalar en el espacio y en el tiempo los elementos (personas y bienes) que pueden ser dañados. Porque la exposición puede variar en función del factor tiempo y del factor geográfico. En el caso que nos trae hasta aquí, el Covid-19, sabemos que la exposición produce variaciones diarias y distintas en función del lugar y de otros hechos, como los desplazamientos. Por ello, el análisis de la exposición requiere la consideración de diversos escenarios. Como siempre, debemos dejar la bola de cristal a un lado, y buscar información y datos fidedignos que permitan realizar el estudio de la exposición.
El tercer factor que hemos mencionado es la vulnerabilidad o grado de susceptibilidad de un bien (las personas, la sociedad) a sufrir un daño. Estudiar la vulnerabilidad de un sistema implica detectar los eslabones más débiles del mismo.
Cuando el evento sucede hay que añadir otros elementos como la capacidad de adaptación o la resiliencia.
En una situación como la actual, además del aterrador número de víctimas, hemos perdido funciones industriales, comerciales y de servicios, es decir, las pérdidas humanas y materiales son muy altas, con el agravante de no saber con certeza hasta dónde alcanzan. Y aún queda por ver cómo todo ello va a impactar sobre el futuro inmediato en una especie de perverso efecto dominó. Se necesitarán más fondos para la reconstrucción social, pero al tiempo el Estado perderá ingresos fiscales, se incrementarán los cierres de empresas y el desempleo. Quizá en nuestro país se controle a corto plazo la pandemia –esto es tanto un deseo como un interrogante-, pero qué ocurrirá después.
Seguimos en medio de una crisis, y la incertidumbre –al menos es la sensación de muchos- crece. Existe una gran desconfianza sobre las decisiones que se están tomando y esto es algo que genera malestar. Se han tomado medidas para transferir la responsabilidad de la reducción del riesgo hacia el ciudadano, mediante la individualización del riesgo y las medidas de protección individual que cada uno hemos ido tomando. Pero la falta de suministros para esa autoprotección individual, en un alarde de imprevisión estatal, no ha hecho sino generar desigualdad e incrementar el riesgo de contagio.
Sobre la comunicación de lo que estaba y está sucediendo ha quedado más que demostrado la ausencia de un plan. Cuando ocurre una emergencia si hemos hecho bien nuestro trabajo pondremos en marcha un Plan, el Plan de Emergencias, que debe estar diseñado antes de que ésta ocurra. Ahí quedarán descritos el mando, los recursos, las responsabilidades, los roles, etc. Y si se trata de una emergencia de cierta entidad es desde luego obligatorio disponer también de un Plan de Comunicación. Todo ello, indudablemente, ha fallado. Y se ha recurrido a la improvisación, con los resultados ya conocidos. Para empezar se ha mezclado de forma indebida la comunicación de la emergencia con la comunicación de crisis. Ha faltado agilidad y no se ha transmitido seguridad. Ha fallado la anticipación: hubo avisos suficientes que recomendaban no perder de vista el riesgo. Pero también ha fallado la transmisión del impacto o la información sobre los recursos disponibles, por mencionar algunos ejemplos. A ello habrá que sumar las ausencias de control público de la información y de una evaluación acerca de cómo esa información es comprendida por los ciudadanos. Todo ello ha ido agrietando la credibilidad del Comité de Crisis, a lo que tampoco ayudó que tres de sus cinco miembros fueran víctimas de Covid-19. Sin duda que la gestión de la comunicación en esta crisis pasará a engrosar una larga lista de ejemplos negativos.
Leí en febrero un Documento Informativo en el Instituto Español de Estudios Estratégicos acerca de la capacidad de respuesta española frente a las pandemias, en cuyo resumen se podía leer que “la capacidad de la respuesta española quedó probada en la gestión del ébola en 2014, permitiéndonos adaptar y mejorar nuestras capacidades que hoy son una realidad”. También se puede leer en la misma fuente que según el Global Health Security Index, España ocupaba el undécimo puesto como “sistema sanitario más seguro y robusto del mundo en lo que respecta a la temprana detección y seguimiento de las epidemias”. Según el artículo estábamos preparados para dar una rápida respuesta y poner en marcha medidas de mitigación. La realidad nos ha dado una impresionante y sonora bofetada.
En España presumíamos de nuestro sistema sanitario público. Lo que se ha podido comprobar han sido las debilidades del sistema, y también que el personal que desarrolla ahí sus funciones ha estado por encima de lo exigible, con un comportamiento profesional merecedor del aplauso y el reconocimiento de todos, aportando, ellos también, víctimas a la larga lista de fallecidos. Un sacrificio personal y profesional llevado a cabo en el altar de la incompetencia política.
Recordemos, y termino, que una pandemia o una epidemia es un sistema complejo, en el que interactúan de forma dinámica elementos naturales y elementos sociales. Así que, por favor, cuidado ahí fuera.