Un término en apariencia inofensivo que, cuando se aplica a uno mismo, se convierte en instrumento de autoexaltación. Quien se declara “lúcido” se imagina por encima de la turba mental que lo rodea, como un faro de claridad en un mar de oscuridad intelectual.
La RAE, en su infinita sabiduría, sugiere que “lucidez” puede ser sinónimo de clarividencia, discernimiento, inteligencia, sensatez, perspicacia, sagacidad, agudeza, penetración y sutileza. Todos términos tan grandiosos que parecen diseñados para elevar aún más a quien los use con referencia a sí mismo. Y, para aquellos desafortunados que carecen de tal lucidez, la RAE solo ofrece un triste antónimo: ofuscación. Una palabra que, en manos equivocadas, podría resultar en una forma de insulto más que en un simple descriptor de la falta de claridad.
El autoproclamado lúcido, tan atento a mostrar su luz, no percibe que, en realidad, no ilumina nada; es más bien un fuego fatuo que lo consume desde dentro.
Resulta curioso cómo “lucidez” se ha convertido en la linterna mágica de cierta pseudo-intelectualidad. Imagina: estás en una reunión con amigos. Todo va bien hasta que uno de ellos pronuncia la palabra mágica. De repente, el ambiente cambia. El aire se carga de una gravedad casi palpable. Todo se detiene; alguien ha tenido una revelación. “Para mí es un síntoma de lucidez”, comienza la frase, como si fuese la introducción a un capítulo perdido de la Biblia. ¿Qué seguirá? ¿Una verdad tan profunda que haría palidecer a Sócrates? No, más bien una observación obvia, cubierta con una capa de condescendencia tan gruesa que podrías cortarla con un cuchillo.
La lucidez, según estos autoproclamados sabios, es algo que solo ellos poseen y que, en su infinita generosidad, están dispuestos a compartir con nosotros, pobres bestias, ilustrándonos. Porque somos simples mortales, caminamos por la vida con una especie de neblina mental que nos impide ver la realidad en toda su cruda verdad.
Porque, claro, no cualquiera puede ser lúcido. No, no. Eso está reservado para los elegidos, esos que han ascendido a un nivel de claridad mental que el resto de nosotros, pobres almas errantes, solo podemos soñar alcanzar. Y lo mejor de todo es que la lucidez no es algo que se muestra con acciones o decisiones sensatas. No, no. Es un estado del ser que se declara. Se invoca como un hechizo.
La exageración de su propia importancia llega a tal punto que es casi como si esperaran que tú, al escuchar su declaración de lucidez, caigas de rodillas y exclames: “¡Oh, gran ser lúcido, ilumíname con tu sabiduría!” Pero, en lugar de iluminación, lo que recibes es una retórica vacía envuelta en un aire de superioridad.
Si la lucidez fuera un superpoder no sería el de volar, o ser invisible, o visión de rayos X, no, que va, sería el de la columna vertebral flexible.