Hay palabras que, como el buen vino, envejecen con gracia y adquieren una mística que las convierte en algo más que meros vocablos. Luego está la palabra imprescindible, que parece haber sido embalsamada en el olimpo del elitismo cultural, como un artefacto sagrado, inaccesible para el mortal común, pero reverenciado por aquellos que se consideran habitantes de la Torre de Marfil del saber. Imprescindible no es solo una palabra; es un código, un filtro para separar a los que saben de los que creen que saben.

Según la RAE, imprescindible es algo de lo “que no se puede prescindir”, algo “necesario, obligatorio”. Pero en el mundo de los lúcidos —ya sabes, esos seres superiores que ven las cosas desde su altar de comprensión cósmica— imprescindible es más un código secreto, una clave para mantener fuera del círculo a las masas incultas que no pueden comprender la profunda y vasta magnitud de, por ejemplo, una película en blanco y negro de 1952 rodada en un idioma extinto.

En cuanto escuchas imprescindible, sabes que estás a punto de ser teletransportado a la maravillosa esfera del elitismo intelectual. Si alguna vez alguien te ha dicho que cierto libro o película es imprescindible, prepárate, porque lo que realmente te están diciendo es: “Si no lo has leído o visto, lo siento, amigo, pero no perteneces a nuestro selecto club de iluminados”. Este uso de la palabra imprescindible es uno de los mecanismos más potentes del elitismo cultural. No es solo un adjetivo más, es un símbolo, una bandera que ondea orgullosa sobre el castillo del conocimiento. Es una palabra cargada de poder.

Estos guardianes del saber se han encargado de construir un universo en el que ellos son los únicos que pueden discernir lo imprescindible. No basta con haber leído un libro o visto una película. No. Eso lo hacen los simples mortales. Lo verdaderamente importante es cómo consumes estas obras: tienes que analizarlas, diseccionarlas y, lo más importante, dejar claro que solo los iluminados, los miembros de esta fascinante tribu lúcida, pueden entender su verdadero valor.

Estas gentes se ven como gurús culturales que dictan lo que debe o no debe ser consumido para mantener una imagen de culto a lo exquisito. Su capacidad de discernir lo imprescindible los coloca, en su propia mente, por encima de los simples mortales que todavía piensan que es posible disfrutar de una película de superhéroes sin una reflexión filosófica detrás.

Imagínate un grupo de estas criaturas celestiales que se reúne en una galería de arte contemporáneo, frente a una pintura que parece, a ojos de cualquier mortal, un caos de líneas y manchas. Alguien se ajusta las gafas, adopta la postura de crítico experimentado y, con la voz más grave que pueda adoptar, declara: “Imprescindible”. Todos asienten en silencio, como si acabaran de presenciar una revelación. Lo que acaba de ocurrir es, en realidad, una ceremonia de exclusión: quien no pueda ver la grandeza en ese cuadro —y sentir en lo más profundo de su ser que efectivamente es imprescindible— queda automáticamente relegado a las sombras de la ignorancia. La mirada que te lanzan después es de ligera condescendencia, como si hubieran hecho una comprobación rutinaria y, lamentablemente, tú no has pasado la prueba.

Esto es como una maratón intelectual en la que solo los más cultos —o los que mejor simulan serlo— pueden participar. Decir que algo es imprescindible no es una sugerencia, es un acto de distinción, un “yo sé algo que tú no”, una contraseña para mantener el elitismo cultural intacto.

El problema es que la palabra imprescindible, al igual que lúcido, es en sí misma una especie de código elitista. Los lúcidos son como los sacerdotes de una religión arcana, custodios de los secretos de las grandes obras artísticas y literarias, asegurándose de que solo aquellos que se hayan sometido a las rigurosas pruebas de la comprensión absoluta puedan acceder a sus círculos.

Cuando se enfrentan a cualquier tipo de arte o literatura, hacen gala de una erudición casi mística. El simple hecho de disfrutar de una obra no es suficiente para ellos. No, lo esencial es que se pueda analizar, desmenuzar y, preferiblemente, sobreanalizar hasta el punto en que la experiencia artística pase a un segundo plano y lo que realmente importe sea la brillantez de su interpretación. “¿Has visto esa película de autor iraní filmada en 16mm? ¿No? Bueno, entonces, difícilmente puedes tener una conversación seria sobre cine”.

Todo esto requiere un esfuerzo constante por mantener una imagen de superioridad intelectual, siempre al tanto de las últimas obras imprescindibles y preparado para desechar cualquier cosa que haya sido digerida por las masas. Porque, claro, en el momento en que algo imprescindible se convierte en accesible para todos, deja de serlo automáticamente. La lucidez es un estatus, y la gente lúcida debe permanecer siempre un paso por delante de los demás, en el terreno de lo incomprendido, lo oscuro, lo inalcanzable.

Cuando alguien te dice que algo es imprescindible, lo que realmente está haciendo es delimitar una frontera. De un lado están ellos, los que han visto, leído o experimentado la obra en cuestión y, por lo tanto, han accedido a un conocimiento superior. Del otro lado estás tú, el que, por no haber accedido a esa experiencia, queda inmediatamente relegado a las sombras de la ignorancia. La palabra imprescindible en este contexto es mucho más que una recomendación. Es una declaración de poder. Es la llave dorada para entrar en el exclusivo club de alterne del saber.

Este proceso de exclusión funciona de manera más evidente en los círculos culturales donde la imagen y el prestigio lo son todo. Si no has leído a Proust, si no has entendido a Tarkovsky, si no has pasado horas frente a una pintura de Rothko en un silencio reverencial, lo siento mucho, pero claramente no puedes comprender el verdadero arte.

No es tanto que las obras en cuestión sean realmente imprescindibles (en el sentido de que si no las consumes tu vida será incompleta), sino que el acto de declararlas como tales otorga un estatus especial a quien lo hace. Es una estrategia de autodistinción social, una manera de construir una imagen de sofisticación y erudición.

Estos elitistas círculos funcionan bajo una lógica propia. Es un mundo cerrado, donde las recomendaciones no son realmente recomendaciones, sino pruebas de acceso. La palabra imprescindible es el sello oficial que separa a los iniciados de los profanos.

Los profanos, ¿realmente necesitamos que alguien nos diga qué es necesario para disfrutar de una obra de arte, un libro o una película? Tal vez lo que más nos libere es entender que podemos decidir por nosotros mismos qué es significativo para nuestras vidas, sin depender de la bendición de una élite mamarracha.

El verdadero placer, en muchos casos, reside en la ignorancia voluntaria. No saber algo no te hace menos, y decidir no consumir una obra porque simplemente no te interesa no es un acto de rebeldía, sino de autenticidad. Es más, puede que disfrutar de una película de Marvel sea, para muchos, más valioso que pasar horas descifrando un tratado filosófico disfrazado de novela.

El uso de la palabra imprescindible tiene un propósito muy claro: excluir. No es una sugerencia amable, ni una invitación a descubrir algo nuevo. Es un filtro que separa a los que pertenecen a la élite de los que no. Cuando alguien te dice que una obra es imprescindible, lo que realmente te está diciendo es que si no la has consumido, no puedes compartir su nivel de sofisticación.

Este mecanismo de exclusión es fundamental para mantener el elitismo cultural; es necesario crear barreras constantemente, porque la identidad aquí depende de ser diferentes, de estar por encima de la media. Si todo el mundo pudiera acceder a lo que ellos consideran imprescindible, el término perdería su valor. Por eso, siempre están buscando nuevas formas de elevar el listón, de encontrar obras cada vez más difíciles, más inaccesibles, más imprescindibles.

Imprescindible, una palabra mágica que algunos utilizan con la misma facilidad con la que un niño usa una pistola de agua en una pelea de verano.