El cambio del siglo XIX al XX marcó un período crítico en la historia mundial, caracterizado por cambios drásticos en la política, la economía y la tecnología.
El imperialismo y la expansión colonial, motivados por intereses económicos, rivalidades geopolíticas y un fuerte sentido de destino nacional, impulsaron a las principales potencias europeas, así como a Estados Unidos y Japón, a una carrera frenética para adquirir territorios. La Revolución Industrial había provocado un enorme aumento en la capacidad de producción de las naciones europeas, lo que creó una demanda de materias primas como caucho, aceite, minerales y productos agrícolas que no se encontraban en Europa. Paralelamente, los mercados nacionales comenzaron a saturarse y las potencias vieron en las colonias no solo una fuente de recursos, sino también mercados para descargar sus excedentes de producción. Esta necesidad de recursos y mercados fue uno de los principales motores de la expansión imperialista.
La competencia geopolítica y las rivalidades nacionales fueron también factores fundamentales de la expansión colonial. En el escenario europeo, el equilibrio de poder estaba en constante cambio, y el control de territorios en ultramar se consideraba esencial para el prestigio nacional y el poder militar. La posesión de colonias era vista como un símbolo de estatus internacional, que no solo proporcionaba ventajas económicas, sino que también mejoraba la posición estratégica de una nación.
Además, el rápido desarrollo industrial también trajo de la mano la demanda una gran cantidad de mano de obra para las fábricas, lo que llevó a una urbanización acelerada, con millones de personas migrando del campo a la ciudad en busca de trabajo; las ciudades industriales se iban expandiendo a gran velocidad, sin que esto se tradujera en mejoras en las infraestructuras o en la calidad de vida de los trabajadores, que vivían en barrios marginales. Este fenómeno fue acompañado por un gran movimiento migratorio desde Europa hacia América, donde millones de personas se desplazaron en busca de una vida mejor, escapando de la pobreza, la inestabilidad política y las persecuciones religiosas o étnicas en sus países de origen.
La Segunda Revolución Industrial, que se extendió desde el último tercio del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial, marca un período de transformación tecnológica y económica que tuvo grandes repercusiones en todo el mundo, acrecentado los problemas anteriores. Los avances tecnológicos surgidos entonces revolucionaron la industria y la vida cotidiana, facilitando el funcionamiento de fábricas con maquinaria más compleja y extendiendo las horas de trabajo más allá de la luz del día. Sin embargo, toda la riqueza que generaba la industrialización se iba concentrando en las manos de una pequeña élite industrial y financiera, mientras que la mayoría de los trabajadores vivían en condiciones de pobreza. Se alimentaba así un descontento social que germinaría en conflictos laborales y sociales. Los sindicatos comenzaron a organizarse con mayor fuerza, exigiendo mejores salarios, jornadas laborales más cortas y condiciones de trabajo más seguras.
Simultáneamente, los avances en transporte (creación del automóvil, mejoras en el ferrocarril, etc.) aceleraron la globalización del comercio y las comunicaciones. Las economías avanzadas de Europa, Norteamérica y, más tarde, Japón, se beneficiaron enormemente de las nuevas tecnologías, mientras que muchas regiones en África, Asia y América Latina se consolidaban como proveedores de materias primas para estas potencias industriales. Esta dinámica reforzó las estructuras coloniales y neocoloniales de explotación económica y política, limitando el desarrollo económico de estas regiones y contribuyendo a la perpetuación de la desigualdad global.
Por otra parte, las alianzas formadas durante este período, como la Triple Alianza (Alemania, Italia Austria-Hungría, 1882) y la Triple Entente (Francia, Reino Unido, Rusia, 1907), incrementaron las tensiones geopolíticas, pues cada bloque se vio envuelto en una carrera armamentista que solo incrementó la desconfianza mutua.
A medida que el siglo XIX alumbraba al XX, la geopolítica mundial experimentó cambios profundos que reconfiguraron el orden internacional. El surgimiento de Estados Unidos y Japón como potencias industriales y militares comenzó a desafiar la hegemonía europea, generando un equilibrio de poder más dinámico y, en última instancia, más frágil. La competencia por el dominio y la influencia se extendió más allá de Europa, afectando a Asia, África y América, preparando así el escenario para la Primera Guerra Mundial.