Los años transición del siglo XIX al XX supusieron la intensificación de los esfuerzos de las potencias coloniales en la gran competición por los recursos, los mercados y el prestigio. Esta fase de expansión colonial, conocida como el “Nuevo Imperialismo”, se caracterizó por la adquisición y explotación agresiva de territorios en Asia, África y el Pacífico. Fue una fase particularmente intensa de expansión colonial que comenzó en las últimas décadas del siglo XIX y alcanzó su apogeo a principios del siglo XX. La “Conferencia de Berlín” de 1884-1885, organizada por Otto von Bismarck, es el pistoletazo de salida de este nuevo imperialismo, ya que fue en esta Conferencia donde se establecieron las reglas para el reparto de África.

Esta expansión estuvo justificada por una ideología de superioridad racial y una supuesta misión civilizadora, impulsora de la colonización de pueblos considerados atrasados. Encontramos ahí la justificación moral -aunque profundamente racista- sobre la que se construyó la narrativa neoimperialista: religiones, valores y sistemas educativos ajenos a los pueblos colonizados.

El control de los territorios colonizados no sólo requería de potencia militar, sino que también había que estructuras administrativas para la gestión y explotación de estos territorios. Gran Bretaña, por ejemplo, utilizó el sistema de “gobierno indirecto” en muchas de sus colonias africanas. Este gobierno indirecto consistía en utilizar líderes locales para administrar la colonia, bajo la supervisión de funcionarios británicos. Otras potencias utilizaron el sistema de “asimilación”, que integraba a las colonias dentro del marco cultural y político de la metrópolis, imponiendo su lengua, sus leyes y sus instituciones en las colonias. En cualquier caso, la introducción de nuevos sistemas legales, educativos y religiosos pretendía imponer los valores occidentales, marginando y a menudo suprimiendo las culturas locales.

Herramienta clave de este nuevo imperialismo fue la construcción de infraestructuras:  ferrocarril, carreteras, canales, telégrafo no solo facilitaban la administración y la movilidad militar, sino que también permitían la extracción y transporte de recursos naturales y la conexión ininterrumpida de las economías coloniales con los mercados globales dominados por Occidente fundamentalmente. Estas infraestructuras suponían la expropiación de tierras y la explotación de mano de obra barata o esclava.

La expropiación de tierras y la imposición de sistemas de trabajo coercitivo, como el sistema de cultivo forzado en la India o la extracción de caucho en el Estado Libre del Congo, no solo despojaron a las comunidades indígenas de sus recursos naturales, sino que también destruyeron estructuras sociales y culturales tradicionales. La explotación económica fue brutal.

En el Estado Libre del Congo, por ejemplo, propiedad de Leopoldo II de Bélgica, millones de personas fueron forzadas a trabajar en condiciones inhumanas en la extracción de caucho: es el denominado “genocidio congoleño” (entre 10 y 15 millones de muertos). Las atrocidades cometidas durante este periodo, incluyendo la mutilación de los trabajadores que no alcanzaban las cuotas de producción, llevaron a una campaña internacional de protesta que finalmente obligó a Bélgica a tomar el control del Congo de manos de Leopoldo el 15 de noviembre de 1908. Es la fecha de nacimiento de Congo Belga. Aunque la situación mejoró levemente bajo el gobierno belga, la explotación de los recursos continuó.

Es en esta época cuando el Imperio Británico alcanzó su mayor grado de poder y extensión geográfica. Controlaba amplios territorios en todos los continentes y suponía aproximadamente la cuarta parte de la población mundial.

La India era la “joya de la corona”. Inicialmente administrada por la Compañía Británica de las Indias Orientales, pasó a control directo de la Corona tras la Rebelión de los Cipayos de 1857. India proporcionaba recursos como algodón y té, y era pieza clave de la estrategia comercial británica.

Malasia, Singapur y China también fueron objeto de la ambición británica. A través de las Guerras del Opio, Gran Bretaña se aseguró importantes concesiones, incluyendo Hong Kong, que se convirtió en un puerto estratégico para el comercio. Estas posesiones no sólo aseguraban buena parte del comercio en el sudeste asiático, sino que servía para expandir la influencia británica en la región.

El Imperio Británico se extendió también en África: Egipto, Sudán, Kenia, Somalia, Nigeria, Rhodesia o Sudáfrica, entre otros.

Francia controlaba territorios que incluían los actuales Senegal, Costa de Marfil, Guinea, Níger y otros países del Sahel y la región de los Grandes Lagos. A través de su sistema administrativo, Francia impuso su idioma, sistema educativo y sus leyes en un intento de integrar a las colonias en el marco cultural francés. Una asimilación limitada a las élites locales, ya que la mayoría de la población permanecía excluida. Además, la economía colonial estaba diseñada para la exportación de productos agrícolas como cacao y algodón, consolidando la dependencia económica de las colonias hacia Francia.

Túnez, Mauritania, Senegal, Guinea, Malí, Costa de Marfil, Benín, Níger, Chad, República Centroafricana, República del Congo, Gabón o Camerún fueron colonias francesas en África. También estaban presentes -sin ser exhaustivos- en el Caribe (Haití, Martinica o Guadalupe), en Oceanía (Polinesia Francesa o Nueva Caledonia), América (Guayana Francesa, Canadá, Luisiana) y Asia (Siria, Líbano o Indochina).

Alemania, bajo la batuta de Otto von Bismarck, también participó desde la década de 1880 de este nuevo imperialismo. Aunque inicialmente los intereses de Bismarck se centraban fundamentalmente en suelo europeo, la presión interna y la rivalidad con otras potencias llevaron al Imperio Alemán a adquirir territorios en África, como Togo, Camerún, Namibia (África del Sudoeste Alemana) y Tanzania (África Oriental Alemana). Estas colonias sirvieron principalmente para la explotación económica, con un enfoque en la extracción de recursos naturales como el caucho y el algodón.

El dominio alemán en estas áreas también fue notorio por su represión brutal de las poblaciones locales, siendo uno de los episodios más trágicos siendo el genocidio de los herero y namaqua en Namibia entre 1904 y 1908. Las políticas alemanas incluían no solo la explotación económica, sino también intentos de imponer su cultura y sistema administrativo en las colonias. Sin embargo, tras la Primera Guerra Mundial, Alemania perdió todas sus colonias en virtud del Tratado de Versalles de 1919.

Estados Unidos, tras la Guerra Hispano-Americana en 1898, emergió como un poder colonial, adquiriendo territorios como Filipinas, Puerto Rico y Guam. A diferencia de las potencias europeas, Estados Unidos a menudo enmarcó su expansión en términos de su “destino manifiesto” y su misión para expandir la democracia y la libertad por el mundo, aunque en la práctica, sus políticas no fueron distintas en términos de explotación y control cultural y económico.

La adquisición estadounidense de estas colonias, especialmente las Filipinas, señala hacia la expansión en el Pacífico. En las Filipinas, EE.UU. tuvo que hacer frente a una insurrección que dio lugar a la Guerra Filipino-Estadounidense (1899-1902). Esta guerra, conocida también como la Insurrección Tagala puso de manifiesto la naturaleza violenta de la expansión imperial estadounidense.

En el Caribe, Estados Unidos consolidó su influencia en Cuba. Obtuvo el control de la Bahía de Guantánamo y, mediante la enmienda Platt, ejerció un papel de control en la política cubana.

Por último, mencionaremos el caso japonés. Japón, a finales del siglo XIX y principios del XX, se transformó en una potencia imperialista a través de una rápida modernización y expansión territorial. Este proceso comenzó con la Restauración Meiji en 1868, que marcó el fin del régimen feudal del shogunato Tokugawa y el inicio de una era de profundas reformas políticas, económicas y militares. Inspirado por las potencias occidentales, Japón adoptó políticas expansionistas para asegurar recursos y mercados, y para consolidarse como una potencia en Asia. En su camino hacia el imperialismo la primera gran victoria de Japón fue en la Guerra Sino-Japonesa (1894-1895), donde tras derrotar a China se aseguró el control de Taiwán. También estableció su dominio sobre Corea.

Otro momento clave de la expansión imperial japonesa fue la Guerra Ruso-Japonesa (1904-1905). Japón logró una sorprendente victoria sobre Rusia, por entonces una de las principales potencias europeas. Su victoria sobre Rusia otorgó a Japón el control de Manchuria y consolidó su presencia en Corea – llevando a su anexión formal en 1910-. La Guerra Ruso-Japonesa cambió la percepción de Japón en el escenario internacional, demostrando que una potencia asiática podía derrotar a una europea.