Os voy a hablar del nuevo paradigma de las relaciones humanas. Lo he encontrado descrito en un articulillo de un medio progresista, ¡cómo no! Quedará atrás, con ello, la anticuada fórmula de “tengo amigos de todo tipo”, que se amparaba en un buenismo que nos permitía seguir hablando con la vecina del tercero aunque cocinara con manteca de cerdo. Pero, desde ya, gracias a la guía moral definitiva firmada por alguien cuyo apellido ya es una premonición léxica y una invitación al error, el camino hacia la pureza ideológica está más claro que nunca: si tu cuñado dice “inmigración ilegal” debes romper todo lazo con él, aunque fuera él quien te prestó dinero para la entrada del piso.

La consigna es simple: “no trates con fascistas, no trates con racistas”. Podríamos pensar que es una campaña de salud pública lanzada por el Ministerio de Sanidad Mental, pero no, es una columna de opinión. O mejor dicho, una especie de carta a los Reyes Magos redactada por alguien que ha decidido que el problema no es su propio argumentario sino la existencia del adversario.

Porque claro, hablar con un racista contamina. Y con un fascista, ni te cuento. Imagina lo peor, imagina que el algoritmo de Instagram te empieza a sugerir vídeos de Ortega Smith haciendo flexiones. Estamos ante un peligro muy real, y solo una cuarentena afectiva puede evitar que acabes creyendo que España existe o que hay fronteras. Pero esta guía moral definitiva lo tiene claro: al fascismo ni agua, ni conversación, ni nada. Bloqueo preventivo, unfollow emocional, cancelación doméstica.

La parte más bella del texto -y no lo digo con sarcasmo, sino con algo muy parecido a la ternura- es su fe en el cordón sanitario interpersonal. Es decir: si en la sobremesa alguien menciona que “los españoles primero”, uno se levanta, tira la servilleta al centro de la mesa y abandona el hogar. Porque aquí hemos venido a cortar, no a dialogar.

A mi me han empezado a surgir dudas, de tipo logístico principalmente: ¿qué pasa si el fascista es tu casero?, ¿y si tu dentista es votante de Vox, pero es el mejor y el más barato?, ¿debe uno extraerse la muela sin asistencia ideológica?, ¿y si el fontanero que te arregla el baño es un nostálgico del yugo y las flechas? Son dilemas que la guía, tristemente, no resuelve.

Se nos invita a denunciar al facha de confianza, sí, y también a depurar nuestro entorno con entusiasmo profiláctico. El planteamiento es algo así como de “coherencia ética”, pero a mí me parece más estalinismo relacional que otra cosa. Y a falta de gulag, pues se le niega el paso a la paella del domingo.

El texto no plantea ninguna duda sobre los métodos, sobre el resultado o sobre la eficacia política de este cerco social. Es de entender, puesto que el texto no es un ensayo. Es más bien un exorcismo, donde el demonio se llama “opinión contraria” y se combate con el látigo de autofirmeza. Y que nadie lo discuta, porque eso también es fascismo. Recordemos que el nuevo fascismo no se presenta con camisas negras, sino con argumentos de sobremesa. Y por eso, la vigilancia debe empezar en casa.

Yo, modestamente, propongo la creación de una app, el Fascistómetro®: un dispositivo sencillo, de uso cotidiano con el que podremos medir la carga ideológica de nuestros allegados sin necesidad de leer a Hannah Arendt. Funcionará con sensores de voz: detecta palabras como “delincuencia”, “identidad nacional” o “no todo es blanco o negro” y activa una sirena moral.

La guía moral definitiva sugiere que debemos romper vínculos sin titubeo alguno. Pero aquí surgen preguntas incómodas. ¿Y si el racista es simpático?, ¿y si es tu madre y te hace la cama?, ¿es moralmente aceptable recibir un tupper de lentejas de una señora que cree que “los gitanos tienen mucho arte pero también las manos muy largas”? Dilema ético-gastronómico este último que, sorprendentemente, la guía no resuelve.

Otro detalle inquietante del artículo es su creencia inquebrantable en la eficacia política del rechazo personal. Como si eliminar al facha de tu vida sirviera, por arte de magia, para hacerlo desaparecer también del censo electoral. Lamentamos comunicar que no funciona así. Tú puedes dejar de hablarle a tu primo, pero tu primo sigue votando.

La guía moral definitiva no entra en por qué alguien puede llegar a creer en ideas racistas. No hay sociología, ni economía, ni narrativa. Solo hay malignidad. Todo votante de Vox, según esta lógica, es un mini Goebbels que solo espera su oportunidad para nacionalizar el mercadillo y deportar a su vecina rumana. No hay error, ni miedo, ni desesperación. Es una visión cómoda, porque exonera de toda responsabilidad pedagógica.

Así, la guía moral definitiva convierte el entorno familiar en una especie de Hogwarts ideológico donde algunos nacen puros y otros son Slytherin.

Imagina esto: sábado, seis y cuarto de la tarde, estás en el salón de tu casa. Tu primo empieza a hablar del “efecto llamada” mientras se lleva a la boca una galleta que tú has comprado, con tus impuestos, en un supermercado inclusivo. Ahí, según la guía moral definitiva no hay margen para la diplomacia. No puedes sonreír, ni cambiar de tema. El protocolo es claro: levántate, grita “¡fascista!” y dale la galleta al perro como acto de justicia redistributiva. Este nuevo modelo de exorcismo ideológico no requiere sotana ni latín. Basta con detectar una frase sospechosa, aplicar el correctivo de la cancelación doméstica y dejar claro que tu salón es territorio libre de grises. Porque si algo no se tolera hoy es la tibieza. La tibieza, lo sabemos desde el Apocalipsis de San Juan, es el pasaporte directo a la complicidad fascista.

Según la guía moral definitiva el diálogo es peligroso. Dialogar con un fascista es como hacer ganchillo con alambre de espino. No es que sea incómodo: es que acabas sangrando tú. Por tanto, nada de preguntas, nada de pedagogía, nada de comprensión del contexto. Eso es para cobardes o para sociólogos sin columna en diarios progresistas. Aquí lo que se lleva es la amputación emocional con el cuchillo jamonero de la ideología. Se corta por lo sano, y si hay hemorragia, que se joda el fascista.

El problema es que esta lógica purificadora tiene efectos secundarios. Por ejemplo: ¿quién decide quién es un fascista? En ausencia de criterios verificables, el fascismo se convierte en un comodín útil para todo lo que incomode: el tío que cree en la meritocracia, la madre que dice que no todas las culturas son iguales, el compañero que pregunta si la renta básica se paga con monedas de chocolate, etc. Y cuando el fascismo lo ocupa todo, el antifascismo se vuelve una práctica de uso diario. Ya no basta con ir a una manifestación o leer a Walter Benjamin en el metro. No. Hay que vigilar lo que dice tu pareja, tus hijos, tu frutero. Hay que espiar los likes ajenos, sospechar del que no se indigna lo suficiente y tomar notas mentales cuando alguien menciona la palabra “bandera” sin escupir. La libertad, al parecer, consiste en rodearte solo de clones ideológicos que hablen como tú, voten como tú y tengan exactamente el tipo y grados de humor que tú.

La guía moral definitiva no admite fisuras. Es como un adoquín lanzado desde un ático moral. Quien la lea y se atreva a discrepar, ya sabe: está colaborando con la ultraderecha. Y si no lo sabía, ya lo sabe. Y si lo sabía y no lo dijo, peor. Porque el silencio, según el nuevo evangelio progresista, es fascismo pasivo. Así que todos atentos, todos en guardia, todos con el cuchillo jamonero listo por si alguien osa citar a Fernando Savater.

Aplicando estrictamente la guía moral definitiva, tu entorno se reduce a lo esencial: tú, tu reflejo en el microondas y la certeza de estar en el lado correcto de la Historia. Has eliminado al cuñado, al primo de Cuenca y al compañero de trabajo que decía que “la gente ya no quiere trabajar”. En tu casa no queda ni eco. Has convertido tu vida en una cápsula ideológica donde la contradicción no entra ni con calzador. Eso sí, la sensación de pureza moral es tan intensa que hasta da calor en invierno.

¿Y qué pasa con la democracia?, preguntará algún despistado. ¿No se trataba de convivir con la diferencia? Pueeeees, … depende. Porque -y esto es importante- en la cosmovisión de la guía moral definitiva que nos ocupa, el fascismo no es una posibilidad histórica o política: es una especie de lepra moral que se transmite por contacto visual y que solo puede ser contenida mediante el aislamiento del infectado.

En este modelo higienista no hay posibilidad de redención. El fascista no cambia, no duda, no escucha. Y si lo hace, es trampa. Por eso no sirve de nada exponerle datos, ni argumentos, ni literatura. Hay que señalarlo, aislarlo y, si es posible, hacerle ghosting hasta en las fotos familiares. Quien tenga un álbum con un votante de Vox, que lo queme. O que, al menos, le pixelen la cara.

Este purismo de salón tiene una ventaja evidente: elimina el esfuerzo. Ya no hace falta pensar estrategias, ni construir alianzas, ni entender el contexto. Basta con detectar la herejía y proceder a la excomunión. Es una especie de Inquisición inversa: el tribunal eres tú, y los herejes son todos los que no usan lenguaje inclusivo en el grupo de vecinos.

¿Resultado? Una izquierda que, en vez de disputar el espacio público, se repliega en pequeños feudos de corrección. Donde antes había sindicatos, ahora hay hilos de Twitter. Donde antes había debate, ahora hay bloqueos. Y donde antes había voluntad de transformar la sociedad, ahora hay gente que se siente profundamente revolucionaria por haber dado like a la fotillo de una manifestación en Nueva Delhi.

Pero lo más tragicómico del caso es que este discurso punitivo se presenta como defensa de la democracia, cuando en realidad funciona como su negación disfrazada de virtud. Porque si la democracia significa algo, es precisamente la tensión de convivir con ideas que no compartes. No se trata de dar altavoz al odio, claro está, pero sí de comprender que eliminar al facha de tu agenda no hace que desaparezca su voto. ¿Te hace sentir mejor? Sí. Pero eso es terapia, no política.

Y aquí es donde la guía moral definitiva se vuelve, involuntariamente, una comedia. Porque su propuesta no es una solución: es una fantasía. La idea de una sociedad sin racistas ni fascistas porque tú has decidido no saludarlos más es, sencillamente, una idea estúpida. Todo esto se parece mucho a ese fenómeno que los filósofos llaman solipsismo moral: solo existes tú y tu certeza de tener razón. Los demás, si no coinciden contigo, no son interlocutores. Son fallos del sistema. Borrables. Eliminables. Reportables.