En el firmamento del Hollywood clásico, Gunga Din (1939) brilla con una luz peculiar: la de aquellas películas que no solo marcaron un género, sino que ayudaron a moldear el imaginario colectivo sobre un mundo que la mayoría de los espectadores jamás pisaría.

Dirigida por George Stevens y nacida del poema homónimo de Rudyard Kipling, la película es un ejercicio de aventuras a la antigua usanza, donde la acción, el humor y la camaradería se entrelazan con una visión romántica del imperialismo británico. Su tono ligero y su puesta en escena convirtieron Gunga Din en un referente.

El poema de Kipling, publicado en 1890, servía como homenaje a un aguador indio que sirve hasta su último aliento a los soldados británicos. Es una pieza impregnada de la devoción imperial de su autor, que venía así a dignificar la figura del servidor nativo sin cuestionar el sistema que lo sometía.

Stevens y sus guionistas partieron de esa imagen para construir un relato mayor, una historia coral en la que el aguador -interpretado por Sam Jaffe- comparte y va cediendo protagonismo con tres sargentos británicos encarnados por Cary Grant, Victor McLaglen y Douglas Fairbanks Jr. Este es un trío de personalidades bien dibujadas: Cutter, el carismático buscavidas de Grant; MacChesney, el gigantón de buen corazón que McLaglen vuelve casi entrañable; y Ballantine, el hombre serio atrapado entre la vida civil y el deber militar que Fairbanks Jr. interpreta con una dignidad bien medida. Entre ellos se establece una dinámica que es, en sí misma, el motor de la película: bromas, reproches, desafíos y una lealtad que solo se entiende en el frente. El trío funciona como un mecanismo de relojería donde cada pieza empuja a la otra.

Cutter es la pulsión aventurera en estado puro: codicioso, bromista, siempre a un paso de la indisciplina; su arco lo lleva de la fiebre del tesoro al reconocimiento de una obligación que no es solo con la bandera, sino con quienes le rodean.

MacChesney arranca como el viejo soldado de manual, una mezcla de dureza y afecto que se confunde con autoridad. Su evolución consiste en aprender a dejar de mandar para empezar a proteger; no por casualidad, sus mejores escenas son las que lo muestran protegiendo a los suyos a pesar de su fanfarronería.

Ballantine encarna el dilema entre carrera o vida civil, con un pie fuera del ejército y otro dentro de una lealtad que le atrae como un imán; su renuncia a la boda prevista no se cuenta como tragedia romántica, sino como aceptación de una identidad que, para él, solo cuaja en el frente junto a sus compañeros.

En paralelo, Gunga Din es el dispositivo dramático: sueña con ser soldado, atraviesa el umbral del miedo y, cuando suena el clarín en lo alto del templo, consuma un rito de paso que la película celebra como heroísmo y que hoy también leemos como muestra de subordinación. La cruz de esta moneda la representa el gurú (Eduardo Cianelli), que organiza a los fanáticos como un ejército.

La trama transcurre en la India colonial, en los días en que el Raj británico se presentaba como baluarte de orden frente a la barbarie. Los tres sargentos se ven envueltos en la investigación de unos ataques que terminan revelando el regreso de la secta de los Estranguladores, un culto violento a la diosa Kali. Entre emboscadas y huidas, el relato avanza a un ritmo que combina el suspense con la comedia.

Gunga Din nació como proyecto cinematográfico varios años antes de su estreno: RKO se hizo con los derechos y, en primera instancia, pensó en Howard Hawks para dirigirla con un guion en el que intervinieron Ben Hecht y Charles MacArthur; pero, tras el tropiezo comercial de La fiera de mi niña, el estudio lo apartó y la batuta pasó a George Stevens.

El rodaje se extendió desde junio a octubre de 1938, con un equipo enorme desplazado a las Alabama Hills de Lone Pine (Sierra Nevada), que fueron transformadas en el Paso Khyber. Allí se levantaron grandes decorados -el fuerte “inglés”, la zona del “templo de Kali”- y se alojaron técnicos y figurantes en una “ciudad de tiendas” levantada para la ocasión.

Las escenas de masas movilizaron a más de seiscientos extras, caballería y elefantes; en las últimas jornadas de batallas, Variety describía a “cientos de extras semidesnudos tiritando de frío” mientras se completaban los planos.

Pero no todo fue épica: hubo reescrituras durante la filmación, repeticiones de tomas y un accidente serio cuando un incendio arrasó parte del set de Tantrapur, obligando a reconstruir y a ajustar el plan de rodaje.

El talento de Stevens se aprecia en la manera de dosificar la acción y el respiro cómico. Aunque filmada en escenarios californianos, la producción logra una atmósfera exótica gracias a decorados trabajados y a la fotografía en blanco y negro de Joseph H. August, cuyo trabajo refuerza la textura de la aventura y el aire épico de las escenas de batalla. August construye una luz que esculpe la roca y el polvo, negros densos que vuelven escultóricas las siluetas y una predilección por los planos generales donde el paisaje refuerza la narración. Las Alabama Hills ofrecen relieves caprichosos que August explota con diagonales y añadiendo capas de profundidad, de modo que el terreno parece empujar a la acción; en interiores, los contrastes sirven para hacer más densa la amenaza, en particular en el templo, con escalinatas que se pierden y resplandores que parecen surgir de grietas.

El montaje de Henry Berman -con John Lockert y un joven John Sturges en el equipo- imprime pulso sin sacrificar claridad: las secuencias (asalto al fuerte, incursión en el templo, emboscada final) se leen de un vistazo gracias a una planificación que alterna ejes de acción con pequeñas ráfagas de comedia física; esa respiración rítmica es una de las razones por las que Gunga Din se ve hoy con la misma ligereza que entonces.

En lo sonoro, Alfred Newman construye un andamiaje musical de metales y percusión que mezcla marchas militares, motivos de llamada y un exotismo de estudio que hoy detectamos al instante; su partitura, más funcional que melódicamente memorable, actúa como pegamento entre el brío de la acción y el tono juguetón de las escenas de cuartel.

La dirección artística de Van Nest Polglase integra con oficio exteriores y platós: el fuerte y el poblado tienen geometrías limpias, mientras que el templo -con su cúpula y corredores- está pensado para el lucimiento del encuadre y la irrupción de masas. El resultado, en conjunto, es un espectáculo fabricado a mano: sin localizaciones en la India, sin trucos digitales, apoyado en caballería real, humo real y multitudes reales, y que, por eso, conserva frescura y potencia.

Estrenada poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Gunga Din encajaba con una idea muy concreta del heroísmo y del papel civilizador de Occidente. En su momento, la película fue recibida como puro entretenimiento y celebrada por su sentido de la aventura, sin que la mirada del público se detuviera demasiado en lo que hoy nos resulta evidente: la caricatura de los personajes indios, reducidos a dos arquetipos -el aliado leal o el enemigo fanático-, y la ausencia total de cuestionamiento sobre el dominio colonial. Es precisamente esta dualidad la que, con el tiempo, ha convertido esta película en objeto de debate: su encanto narrativo y técnico es innegable, pero su base ideológica es un recordatorio de cómo el cine ha participado en la construcción de visiones simplificadas del pasado.

La película no solo dejó su impronta en las películas de aventuras posteriores, sino que marcó una pauta en la mezcla de acción, humor y exotismo de la que décadas después beberían producciones como Indiana Jones.

Vista hoy, Gunga Din sigue funcionando como relato de aventuras si uno acepta las reglas de su tiempo, pero adquiere otra capa de lectura si se la contempla con distancia. Es una película que fascina y, a la vez, incomoda; que entretiene con sus bromas y su ritmo, mientras deja entrever los engranajes ideológicos que le dieron forma. Quizá ahí radica su vigencia: en la posibilidad de disfrutarla como lo que es -un clásico- y, al mismo tiempo, interrogarla como testimonio de una época en que la aventura y el imperio se vendían en el mismo envase. En esa tensión entre mito y realidad, entre gloria y propaganda, Gunga Din permanece, imperturbable, en la memoria del cine.

Enlaces: La fiera de mi niña, Raj británico, Estranguladores, Rudyard Kipling, George Stevens, John Sturges.