Hace una docena de años, más o menos, tuve la desfachatez de plantar mis reales en Estambul. [Aclaración para María Pombo y sus seguidores: desfachatez no es quitarse la cara de facha]. Pues eso, Estambul. Una ciudad extra… blablabla, en la que existen normas que prohíben la venta y consumo de alcohol a menos de 100 metros de una mezquita. Me he acordado de esto cuando he visto las noticias sobre el anteproyecto de ley de la denominada idem antitabaco, que asume estos principios pero reduce las distancias.
Uno de los espacios segados por la norma serán las terrazas de los bares. Bueno, hace unos días he visto una de estas genialidades que nos encontramos en redes sociales a cada zapatazo: si suprimes el cafelito de la mañana en diez años tienes 10.000 euros. Yo suelo tomar 3 o 4 cafés al día en bares, uno de ellos con tostada de aceite y jamón (serrano, claro. Lo demás no es jamón, dejémonos de rollos). Además también tengo por costumbre tomar un par de cervezas (sin alcohol) y, como tengo la fortuna de vivir en Granada, con las tapas doy por amortizado el almuerzo.
Imaginad la escena: te sientas en la terraza de siempre, pides tu café con la confianza de quien conoce al camarero desde que servía con bigotillo ochentero y en la mesa de al lado hay alguien que empieza a liar un cigarro. Hasta ahora la cosa terminaba con una nube más o menos tolerable y un movimiento de mano en plan abanico. A partir de la nueva ley, lo mismo aparece un inspector con cinta métrica para comprobar si el humo se ha colado dentro del perímetro de los quince metros. Y si es así, multa al canto. De hecho, algo similar ya me pasó con los dos putos metros en la primera salida falsa del COVID.
La teoría es sencilla: aire puro, conversaciones limpias y terrazas desinfectadas de nicotina. En la práctica, ya me dirán cómo se controla la frontera invisible que separa el humo legal del clandestino. El fumador urbano tendrá que ser medio contorsionista: dar tres pasos atrás, mirar al cielo, encender el pitillo como si estuviera lanzando una bengala de fiesta mayor y confiar en que la corriente de aire no le traicione.
Ahora bien, resulta que en el futuro mis cafés, mis tapas y mis cervezas sin alcohol se van a consumir en un ecosistema libre de humo, con perímetro de quince metros, como si el aire fuese una especie de campo minado. El legislador, convencido de que la vida social es un vicio a corregir, ha decidido que fumar no es ya una práctica molesta sino un asunto de Estado. Literalmente.
Todo esto se hace en nombre de la Salud Pública, denominación ésta que, a mí, como estudioso de la Revolución Francesa, me pone los pelos como escarpias. Porque cuando los jacobinos pronunciaban esas dos palabras mágicas, lo que venía detrás no era precisamente un cursillo sobre vida saludable. La salud del pueblo, decían, exige sacrificios. Y vaya si los exigía: cabezas rodando por el bien común y en nombre de la voluntad general.
Uno de mis grandes maestros, Escohotado, decía: de la piel para adentro mando yo. Otro, Savater, nos advertía (vía Thomas Szasz) sobre el Estado Clínico. Y yo, que tengo la esperanza de haber aprendido algo de ambos, digo: cuidado con la deriva higienista. El peligro no es que nos prohíban fumar, sino que aprendan a gobernar a través del oxímetro. Hoy es el tabaco, mañana serán las grasas saturadas y pasado los sueños no alcanzados. El Estado que cuida demasiado pronto se convierte en Estado que vigila hasta la última pulsación.
Mientras tanto, yo seguiré con mis cafés y mis tapas, agradeciendo que la ley no haya reparado todavía en que la tostada con aceite y jamón (serrano, por supuesto) también atenta contra ciertas tablas nutricionales. A lo mejor un día alguien en el Ministerio descubre que la tapa de lomo es menos saludable que el aire de montaña, y entonces Granada entera tendrá que emigrar a Suiza.
El detalle técnico es el de los quince metros. Una medida que suena a broma de ingeniero: fumar a menos de esa distancia de un hospital, un colegio o un parque infantil será sancionable. Como si el humo, obediente, se parara justo en el límite invisible para respetar el perímetro de seguridad. Los fumadores necesitaremos un GPS: “ha excedido los 15 metros reglamentarios, ya puede encender el pitillo”.
Lo único que falta es que el Ministerio publique una app oficial: “Fume usted aquí”, con un mapa de rincones autorizados, con un avisador que se active cuando encendamos un cigarro en una zona de exclusión y un cronómetro para no pasarse de la calada reglamentaria (que también podrán intervenir). Será el manual del fumador urbano, que además de calcular metros tendrá que aprender a optimizar la nube: menos humo, más rentabilidad.
No se libra nadie: ni cigarrillos electrónicos, ni vapers, ni bolsitas de nicotina con sabor a gominola. A los jóvenes, por si acaso, no solo se les prohibirá comprar, sino también fumar: una redundancia que convierte en sancionable lo que ya era absurdo, como multar a un niño por pilotar un avión de papel en espacio aéreo restringido.
Las terrazas se poblarán de silencios largos que antes se llenaban con caladas y que ahora exigirán talento conversador.
Al final, uno llega a la conclusión de que la política actual se parece a un campeonato improvisado de salto de longitud: de los 2 metros del COVID a los 15 del tabaco… quién sabe si mañana nos exigirán 20 para un gin-tonic o 30 para un plato alpujarreño. Eso sí, sin fumar. Menos mal que el jamón (serrano, claro) todavía no necesita distancia de seguridad.