Llegó 1990, y con él El Padrino III. Lo hizo con un peso casi imposible de sostener: no se trataba de cualquier secuela, era el cierre de lo que ya entonces era considerado el díptico más perfecto del cine. La primera y la segunda parte habían elevado a Coppola a un lugar casi mítico, y el público esperaba una repetición de aquella épica mafiosa que combinaba violencia y profundidad. En cambio, el director entregó una obra sombría, lenta, introspectiva, que fue recibida con decepción por muchos y tachada de menor por otros. Sin embargo, vista con la distancia que dan las décadas, El Padrino III se revela como una pieza fundamental: no pretende competir con las anteriores, sino cerrarlas con la gravedad de un último acto trágico. Y esa decisión, arriesgada en su momento, es la que la convierte en una obra a la altura de las dos primeras.
El punto de partida ya desconcierta: Michael Corleone aparece envejecido, enfermo, un patriarca que ha acumulado fortuna y poder, pero que no puede comprar la paz de su conciencia. Lo que Coppola plantea desde el inicio es un desplazamiento del terreno narrativo: del ascenso y consolidación del poder, que fueron el eje de las dos primeras películas, a la exploración de la culpa, la ruina íntima y la búsqueda de una redención imposible. Michael se convierte en un rey shakesperiano, un monarca que ansía abdicar, que quiere limpiar su nombre a través de la respetabilidad y la religión, pero que descubre que los crímenes del pasado son imborrables. La historia, más que sobre la mafia, se centra en la imposibilidad de escapar al destino.
Ese cambio de enfoque se refleja también en la escala del relato. Si la primera parte narraba la familia como microcosmos y la segunda ampliaba hacia el poder económico y político en Estados Unidos, la tercera se proyecta en el tablero internacional. Los negocios con el Vaticano, las operaciones financieras en torno al Banco Ambrosiano y las intrigas palaciegas en Roma y Palermo muestran un universo donde crimen y religión se confunden, donde lo sagrado se ve atravesado por la misma codicia que corroe al resto de instituciones. Coppola no se limita al cliché mafioso: coloca a su protagonista en la esfera más alta, donde el dinero, la fe y la política se entrelazan en una red de corrupción global. La paradoja es brutal: Michael quiere legitimar su imperio a través de la Iglesia, y lo que encuentra es un espejo que refleja las mismas sombras de las que pretendía huir.
Estéticamente, la película refuerza esa atmósfera crepuscular. Vittorio Storaro, en la dirección de fotografía, sustituye a Gordon Willis sin traicionar el tono barroco que caracteriza a la saga. Los interiores cálidos, las sombras que se alargan, los escenarios sicilianos bañados de luz otoñal construyen una estética de ocaso. No se busca ya la espectacularidad del ascenso, sino la densidad moral de la decadencia. Todo respira desgaste: los cuerpos envejecidos, los salones donde se negocian traiciones, las iglesias que parecen mausoleos. Es una puesta en escena coherente con el tema central: el fin de un linaje condenado.
El reparto refuerza este aire de transición. Al Pacino ofrece un Michael distinto: muy contenido, un hombre dominado por el silencio y el remordimiento. Andy García, como Vincent Mancini, encarna el relevo generacional: impulsivo, carismático, violento, un eco de lo que Sonny (su padre) fue en la primera entrega, recordando que la historia de la familia tiende a repetirse. Eli Wallach aporta inquietud como Don Altobello, símbolo de la traición. Y en el centro de la polémica, Sofia Coppola como Mary Corleone: su interpretación, criticada por débil, funciona sin embargo como acento trágico. Mary representa la inocencia sacrificada, la posibilidad de un futuro sin sangre. Su fragilidad actoral refuerza la vulnerabilidad de un personaje cuya muerte sella el destino del padre: no hay legitimación posible si el precio es perder lo más puro.
El clímax en la ópera de Palermo es uno de los grandes momentos del cine de Coppola. La representación de Cavalleria Rusticana se entrelaza con la matanza mafiosa en un montaje paralelo. La ópera canta sobre honor y venganza; la tragedia golpeará a los Corleone. Mary caerá abatida en las escalinatas del teatro, y Michael lanza un grito mudo, un alarido sin sonido que se queda grabado como una de las imágenes más desgarradoras de la saga. En ese instante, la tragedia alcanza su consumación: la inocencia muere, el padre queda condenado a la soledad, la familia se extingue en medio de una ópera que glorifica la sangre.
El epílogo, con Michael muriendo solo en una silla, bajo el sol de Sicilia, es quizá el cierre más radical que podía concebirse. No hay grandeza, no hay aplauso, no hay redención: solo un cuerpo desplomado, en silencio. Ese final acaba con cualquier ilusión de glorificación del poder. La familia, el dinero, el imperio: todo se desvanece en la soledad del hombre que lo tuvo todo y perdió lo esencial. Coppola se atreve a mostrar la conclusión más amarga posible, un desenlace que transforma la saga en una verdadera tragedia moderna.
Para entender por qué El Padrino III es fundamental en la saga hay que situarla en la tradición de la tragedia clásica. La hamartia, el error trágico que condena al héroe, está en Michael desde que aceptó el trono familiar. Su intento de legitimar lo ilegítimo lo arrastra siempre al mismo círculo de sangre. La muerte de Fredo en la segunda parte ya lo había condenado, y la tercera muestra el precio de ese acto: la imposibilidad de perdonarse, el castigo que se prolonga hasta alcanzar a la siguiente generación. No hay redención posible porque el universo trágico de Coppola no admite misericordia. En ese sentido, Michael es un Lear contemporáneo: un rey que quiere abdicar y reparar, pero que termina enfrentado a su propia desolación.
El contexto histórico también explica su mala recepción inicial. En 1990, Hollywood se movía hacia el dominio del blockbuster, hacia un cine de ritmo frenético y espectáculo ligero. Coppola entregó, en cambio, una obra pausada, sombría, cargada de diálogos y silencios. Fue un filme desajustado con su tiempo, que parecía ajeno a las tendencias comerciales. Esa distancia, que en su estreno jugó en su contra, es la que hoy le da valor: donde otros buscaban adrenalina, Coppola ofreció reflexión; donde otros exigían violencia estilizada, él puso melancolía.
El regreso a Sicilia cierra el círculo de manera simbólica. La historia comienza con un emigrante que huye de la violencia y termina con el hijo convertido en símbolo universal de la soledad del poder. Sicilia no es solo escenario, sino matriz y tumba de los Corleone. Al volver allí, la saga se convierte en una parábola sobre la emigración, la ambición y la condena. La ópera y las escalinatas sicilianas son el altar donde se sacrifica a la familia y se consuma la ruina definitiva.
Por todo esto, El Padrino III debe considerarse a la altura de sus predecesoras. No porque repita sus virtudes, sino porque completa su sentido. Sin ella, la historia quedaría como un díptico inconcluso, mostraría el ascenso y la consolidación del poder, pero no la caída. Con ella, la saga se convierte en tríptico perfecto: familia, poder y ruina. Y solo así adquiere la magnitud de una de las grandes tragedias modernas del siglo XX.
Hoy, más de treinta años después de su estreno, la película se revela como lo que realmente es: una obra crepuscular que habla de la imposibilidad de escapar al destino, de la corrupción que impregna incluso lo sagrado y de la soledad que aguarda a quienes confunden poder con vida. En ese grito mudo de Michael Corleone está condensada la tragedia del hombre que quiso ser dueño de todo y acabó perdiéndolo todo. Y en ese silencio final, en esa muerte solitaria, se encuentra la grandeza de una película que, lejos de ser un apéndice innecesario, es el capítulo imprescindible para comprender el alcance total de El Padrino.