Perdonadme, soy homófono. En pleno siglo XXI, y con la que está cayendo, sí, confieso ser homófono. Y además es algo agravantemente voluntario, no eximentemente debido a accidente, incapacidad o ignorancia. Merezco, sin duda, la condena, no como aquel que delinque, sino algo peor, aquel que peca.
Ahora, antes de que empecéis a lanzarme diccionarios a la cabeza, dejad que me explique. Mi homofonía se limita estrictamente a las palabras. Es decir, me crispan los nervios esos pares de palabras que suenan igual pero se escriben diferente. ¿Habéis probado alguna vez a explicarle a un extranjero por qué ‘baca’ y ‘vaca’ no son lo mismo? Y no me hagáis empezar con ‘hola’ y ‘ola’, que ya es el colmo de la confusión costera.
Pero no acaba aquí mi confesión. Mi homofonía se agrava cuando las palabras no solo suenan igual, sino que además tienen significados opuestos. Como ‘complemento’ y ‘cumplimento’, una historia de amor y odio entre accesorios y adulaciones. O ‘casar’ y ‘cazar’, que, dependiendo de cómo lo mires, podría ser el argumento de una comedia romántica o de un documental sobre el mundo natural.
A todo esto, me pregunto: ¿seré el único con este peculiar trastorno lingüístico? ¿Habrá un grupo de apoyo para homofónicos? ¿Un lugar donde podamos compartir nuestras frustraciones con ‘haya’ y ‘halla’ sin temor a ser juzgados? Si es así, por favor, hacédmelo saber. Necesito saber que no estoy solo en esta lucha contra la confusión fonética.
Y así, amigos y amigas, confieso mi pecado: soy homofónico en un mundo donde las palabras juegan a ser espejismos sonoros. Pero no desespero, pues cada día es una nueva oportunidad para reconciliarme con este maravilloso y a veces enloquecedor idioma. Y quién sabe, quizás un día pueda decir con orgullo que soy un ex-homofónico rehabilitado.