Velázquez elimina buena parte del dramatismo presente en este tipo de composición: nos muestra poca sangre –hay en manos y pies, y algo en el cuerpo-, están ausentes las marcas de la flagelación, no hay rastros de tortura ni de agonía, no existe en el cuerpo la contorsión del dolor.
Este crucificado tiene mucho de estudio anatómico influido por la escultura grecorromana -parece que esta obra fue realizada por Velázquez tras su primer viaje a Italia.
En torno a su cabeza vemos el halo que resalta el carácter sagrado de la figura; el escaso paño de pureza, más corto de lo habitual en este tipo de pintura; el peso del cuerpo recayendo sobre una pierna (contrapposto), con una ligera curvatura de la cadera y una también ligera flexión de la rodilla. Un cuerpo, en fin, que saliendo de la oscuridad va hacia la luz.
La luminosa figura frontal de Cristo, sobre un fondo oscuro, verdoso, proyecta su sombra atrás dando una sensación de profundidad muy del gusto de Velázquez. La melena que cubre a medias su rostro –“un resquicio en la melena / por donde entra la imaginación” cantó León Felipe-, como mostrando y ocultando la doble naturaleza de un dios hecho hombre. La ausencia de escena narrativa dota, además, a la pintura de un marcado carácter icónico.
Como en la época románica, el crucificado aparece aquí con cuatro clavos –influencia de Francisco Pacheco, su maestro y también su suegro; también aparece así en una obra de Durero. Alonso Cano y Zurbarán también siguieron esta forma.
Este Cristo, como durmiente, transmite una gran serenidad por la profunda humanidad que nos ofrece el pintor; es una obra carente de exaltación, muy contenida.
Una obra donde lo humano se engrana con lo sagrado, donde el momento se funde con lo intemporal.
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