Hubo un tiempo en que las sociedades secretas no se escondían tanto como se camuflaban. En los salones universitarios, entre la familiaridad de los claustros, en los muros centenarios tapizados de tradición, algunas de ellas desarrollaban su liturgia con la misma naturalidad con la que se recitaban los versos de Tennyson o se discutía sobre las tragedias de Shakespeare. Así nació, en el siglo XIX, en el corazón de la Universidad de Cambridge, una sociedad selecta, elitista en lo intelectual y fraterna en lo íntimo, conocida como la Sociedad de los Apóstoles. Su nombre evocaba una conexión espiritual, casi mística, con una verdad superior, pero no era en el dogma donde se instalaba su búsqueda, sino en el pensamiento. La filosofía, el arte, la ética, incluso la política, eran los terrenos donde los Apóstoles -como ellos mismos se llamaban- ensayaban una forma de libertad basada en la conversación, el compromiso intelectual y la lealtad mutua.
Esa lealtad, sin embargo, tendría consecuencias impensadas. Décadas después de que John Maynard Keynes, Lytton Strachey o Bertrand Russell llenaran sus reuniones de disquisiciones estéticas y morales, la Sociedad de los Apóstoles vio nacer entre sus filas a otro grupo de miembros que llevarían sus convicciones más allá del debate y las trasladarían al terreno más escurridizo de todos: la traición. O, al menos, eso fue lo que escribió la historia oficial. Los Cinco de Cambridge, ese célebre grupo de espías británicos que trabajaron en secreto para la Unión Soviética durante la Guerra Fría, surgieron de la misma atmósfera intelectual que los Apóstoles. Kim Philby, Guy Burgess, Donald Maclean, Anthony Blunt y John Cairncross no solo compartieron la educación exquisita, sino también el anhelo de transformación, el cuestionamiento de la autoridad establecida y la certeza de que el mundo podía -y debía- ser distinto.
Este vínculo entre una sociedad filosófica decimonónica y una célula de espionaje soviético en pleno siglo XX no es anecdótico. Es, más bien, la clave para entender cómo ciertas ideas, cuando se encarnan en biografías concretas, pueden derivar en decisiones que alteran el curso de la historia. La Sociedad de los Apóstoles, fundada hacia 1820, no era una logia en el sentido esotérico, pero sí cultivaba un aura de exclusividad. Se ingresaba por invitación, y los criterios no eran solo académicos, sino también morales: había que poseer una combinación de inteligencia, sensibilidad estética, valor ético y disposición a la conversación honesta. El grupo creía en una especie de aristocracia del espíritu, en la que los mejores debían dedicarse a examinar los problemas fundamentales de la vida. Para algunos, esta élite debía también actuar. Y ahí comienza la grieta.
Cuando en la década de 1930 el mundo se sumía en una crisis económica devastadora, con el fascismo extendiéndose por Europa y el eco de la guerra amenazando nuevamente al viejo continente, muchos jóvenes brillantes comenzaron a desconfiar de los viejos relatos liberales. En Cambridge, donde aún resonaban las ideas de Russell sobre el pacifismo y de Keynes sobre la responsabilidad del Estado, algunos estudiantes buscaron respuestas más radicales. La Unión Soviética ofrecía una promesa: el derrocamiento del orden burgués y la instauración de una sociedad sin clases. Para estos jóvenes, el comunismo no era un dogma extranjero, sino una forma de redención. Y, curiosamente, fue en el seno de una sociedad elitista como la de los Apóstoles donde ese impulso halló acomodo.
Philby, Burgess, Blunt, Maclean y Cairncross no fueron reclutados en oscuros cafés por agentes encubiertos. Fueron, en muchos casos, propuestos como miembros de los Apóstoles por sus amigos más cercanos. Y desde ahí, desde ese núcleo de confianza absoluta, surgió el compromiso mutuo. Traicionar a su país, a su clase social, a la tradición que los había educado, no fue, para ellos, un acto de cinismo, sino de coherencia. La traición, para ellos, no fue tanto un cambio de bando como una radicalización de la lealtad original.
La conexión entre los Apóstoles y los espías no es meramente biográfica. Hay un hilo simbólico que los une. Ambos grupos se movían en la sombra. Ambos compartían un lenguaje cifrado, una conciencia de exclusividad, una ética del secreto. En ambos casos, se trataba de una comunidad cerrada, con sus propios ritos, su propia mitología y su sentido del deber. Lo que cambia es el objeto de la fidelidad.
La historia de los Cinco de Cambridge ha sido contada de múltiples formas: como traición, como espionaje, como fracaso del MI6, como infiltración ideológica. Pero pocas veces se examina su trasfondo como producto de una sensibilidad nacida en la fragua del pensamiento liberal más exigente. No eran oportunistas ni agentes codiciosos. Eran idealistas, lo que los hace más peligrosos aún. Cuando Philby brindaba por Stalin en medio de una recepción británica, lo hacía no solo como espía, sino como creyente. Creía, hasta el final, que estaba del lado correcto de la historia. Blunt, por su parte, vivió décadas como conservador del patrimonio artístico de la Corona británica mientras, en el pasado, había transmitido información a Moscú. Su doble vida no era disonante: era el reflejo de una convicción profunda que no necesitaba el reconocimiento externo para validarse.
El caso de los Apóstoles ilustra una paradoja moderna: cómo una educación basada en los más altos ideales puede, al carecer de límites éticos claros, desembocar en formas extremas de acción política. No hay que olvidar que muchos Apóstoles del siglo XIX, como Leonard Woolf o G.E. Moore, defendieron posturas humanistas, pacifistas, y profundamente liberales. Pero sus herederos inmediatos, en un siglo de crisis, guerras y totalitarismos, optaron por llevar la idea de transformación hasta sus últimas consecuencias. El paso de la ética a la praxis, de la conversación a la conspiración, fue más corto de lo que cabría imaginar.
Así, la Sociedad de los Apóstoles se convierte en un espejo deformado de sí misma. De espacio de contemplación pasó a ser trampolín para la acción clandestina. No porque esa fuera su intención original, sino porque el clima de camaradería, de pertenencia exclusiva, de complicidad intelectual, puede transformarse, en determinadas condiciones, en terreno fértil para el dogmatismo y la justificación moral de lo injustificable. El Apóstol que defendía la honestidad absoluta ante sus compañeros puede, si cree servir a un bien mayor, mentir sin remordimientos a todos los demás.
El escándalo de los Cinco de Cambridge no es solo un escándalo político o diplomático. Es, sobre todo, un escándalo de las ideas. Porque muestra cómo las mejores intenciones, si no son acompañadas por un ejercicio constante de responsabilidad, pueden derivar en fanatismo. Y lo más inquietante es que todo comenzó en una sala sobria, con té y galletas, donde jóvenes brillantes debatían sobre Platón, sobre la belleza, sobre la justicia.
¿Significa esto que la Sociedad de los Apóstoles debe ser juzgada por las acciones de unos pocos? No, naturalmente. Pero sí obliga a reconocer que ningún círculo de pensamiento está exento del riesgo de convertirse en célula de acción. Que las ideas, cuando se toman en serio, pueden alterar no solo la conciencia, sino el curso mismo de la acción. Y que, a veces, el límite entre el intelectual comprometido y el traidor convencido no está en la moral, sino en el contexto.
Los Apóstoles fueron, en sus distintas encarnaciones, un experimento de fidelidad. A la verdad, al otro, al ideal, a la revolución. Y como todo experimento, sus resultados no siempre fueron previsibles. Lo que sí está claro es que, en sus pliegues, se esconde una lección a veces incómoda: que las ideas tienen consecuencias. Y que, en ocasiones, esas consecuencias se escriben con tinta invisible en los informes de inteligencia, en los vuelos secretos hacia Moscú, o en las biografías cruzadas de quienes creyeron que salvar el mundo valía más que traicionar su país.
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