En 1993 señalaba Edgar Morin que el siglo XX había estado marcado “por la decadencia de las viejas solidaridades entre las personas y el desarrollo de nuevas solidaridades de la Administración para con las categorías sociales”. Y apuntaba que la decadencia de la familia estaba en el origen de ello, puesto que la familia era el sostén fundamental y primero de esta solidaridad.
Pretender, como frecuentemente vemos ahora, que los complejos problemas de nuestro complejo mundo se pueden afrontar con soluciones simples es no sólo una barbaridad teórica sino que supone no poder retirar nuestro cuello del arco de caída de la espada económica de Damocles. Sin embargo parece que la simplicidad tiene un efecto epidémico, al menos en política, porque éste es quizá el momento en que más líderes tenemos encallados en aquello que Burckhardt llamó “terribles simplificateurs”. Estos verdugos de la inteligencia, representantes de la España de orinal y palangana, nos arrastran por el fango de la mezquina euroeconomía. La política ha perdido su valor, se ha trivializado, al igual que ha ocurrido en otros ámbitos de nuestra sociedad, como el cultural. En ese proceso de trivialización general hemos olvidado hace años que el capitalismo se basa en el desequilibrio, y ahora, brutalmente, nos damos cuenta de ello.
España, que durante más de dos siglos, estuvo ausente de las corrientes que en toda Europa pugnaban para conseguir la autonomía en el comportamiento moral, debe algunas de sus múltiples desgracias al pernicioso influjo de la Iglesia Católica. Mientras Europa, desde el siglo XVIII, adquiere una moral laica, de abundante contenido individualista, que generó una ética del deber, nosotros, ¡ay!, continuábamos pendientes de nuestro futuro post-mortem, dejando un poco de lado lo que ocurría a este lado de la frontera. Y, cuando al fin, dirigimos el rumbo hacia la autonomía moral tomamos la derrota de lo empírico y pragmático. Mal viaje. Y en este viaje seguimos.
Pero los vaivenes de la ruta nos están mostrando también algunos hechos importantes, entre ellos, que los vínculos débiles adquieren una fuerza, potencia y relevancia que nos pueden ayudar a redescubrirnos como sociedad y como individuos. Esto es algo de lo que ya habló Mark Granovetter hace 40 años y en lo que las redes sociales insisten con frecuencia, aunque sin mencionar su origen. La importancia de nuestros círculos sociales, la mayor amplitud de nuestro campo social disuelve el carácter endógeno de nuestras relaciones sociales fuertes. Y lo que es más interesante ahora es que esos lazos débiles han saltado de las redes sociales a la calle y se movilizan generando un torrente de pequeñas acciones solidarias, desde la donación de alimentos o juguetes hasta el trabajo voluntario, que le hacen a uno recuperar la fe en el ser humano.
Ante el proceso de contradicciones institucionales que padecemos podemos ver, felizmente, como cada vez mayores sectores ciudadanos actúan, obedientes a su entusiasmo, con simplicidad, flexibilidad, rapidez y eficacia, en auxilio de quienes están teniendo peor suerte. Tenemos ante nosotros aquella “fecundidad de lo inesperado” de la que hablaba Proudhon.