“¡Ah! ¡el horror! ¡el horror!”.
Este polaco que pasó su infancia en Kiev y su adolescencia en Cracovia supone una de las más altas cotas de la literatura inglesa. No es hasta los 21 años y desconociendo el idioma que toma contacto con Inglaterra, a cuyo servicio marítimo ingresa en 1878.
“El corazón de las tinieblas” es, ante todo, una profunda reflexión sobre la naturaleza humana, sobre el bien y el mal, que no son sino conceptos humanos, y sobre qué nos ocurre cuando dejamos de sentir sobre nosotros el nudo corredizo que el mundo civilizado pone en nuestro cuello. A través del viaje físico, remontando el río Congo, en busca de Kurtz, nos invita Conrad a presenciar el viaje interior de Charles Marlow, en un constante movimiento geográfico y psicológico que lo va acercando al personaje al que busca.
Y todo ello va sucediendo lentamente, en una narración que, aunque de pocas páginas, es de muy alta densidad, repleta de reflexiones sobre la civilización y la barbarie, con el telón de fondo del colonialismo rapaz y la explotación europea del continente negro, dejándoles a cambio miseria moral y crueldad civilizadora. Pero no es, en ningún caso, el expansionismo europeo y la explotación humana el motivo de esta novela.
El río ejerce un importante protagonismo, pues es el que traza el complejo camino que nos conducirá a Kurtz, quien a pesar de no aparecer físicamente, y aún así de forma breve, hasta las últimas páginas de la novela, está presente y determina fascinante y misteriosamente todo el relato.
En esta profunda África no hay otra autoridad que la que Kurtz, como un superhombre nietzscheano, impone. Y él se ha enfrentado a la verdad de lo que hace: el comercio de marfil, la extracción de riquezas del Congo, se basa en el dominio y éste a su vez en la violencia. Por ello Kurtz gobierna deshumanizadamente su tribu, sin contrapesos, como un salvaje jefe europeo capaz de decorar la entrada de su casa con cabezas humanas.
Seremos, en “El corazón de las tinieblas”, testigos del juego desencadenado con las sombras que representan una selva desconocida, y por tanto peligrosa, no menos que de los estremecimientos de la propia alma de Marlow, adentrándose en senderos hasta ahora ocultos y tenebrosos para sí misma. Y conoceremos, finalmente, que cada ser humano es portador de su propio corazón de las tinieblas, creador de un juego en que las luces de la civilización se enfrentan a los espectros de la barbarie.
Es ésta una historia sin héroes en el sentido clásico, sólo personas que deben enfrentarse a su propia aventura moral a través de una espesa tela de araña tejida con los acerados hilos de la soledad y la decadencia. Nos quedará de Kurtz una mirada frontal y retadora al mundo que le tocó vivir, contra el cual se rebeló y que finalmente acabó con él; y de Marlow, como albacea de esa visión, una percepción de la realidad teñida de un cierto escepticismo –cinismo, incluso- que lo aleja de Kurtz.
La novela de Conrad va más allá de la mera aventura; posa sus plantas en el meollo de aquello que hace zozobrar las almas de sus personajes y sus lectores. Y es ese temblor, esa violenta sacudida en el alma lo que conduce a Kurtz a la locura y a Marlow, como correa de transmisión entre Kurtz y la Compañía, entre África y Europa, entre, finalmente, el salvajismo y la civilización. al escepticismo.