La tarde se presentaba muy clara y apacible en el mar; solo la presencia de un barco en la lejanía inquietaba a Pizarro. Trasladaba el mayor tesoro que un hombre podía guardar, y no dudaría en apostar su vida por conservarlo.
No había transcurrido ni una hora cuando…
… el bajel Paz Eterna, capitaneado por un temido pirata apodado el Tigre, a cuyo mando tenía cuarenta y nueve salvajes bucaneros, se enfrentaba al San Andrés, galeón español con noventa y cuatro marineros, atemorizados ante la mera visión del enemigo.
El San Andrés trasladaba, protegida por doce recios y endurecidos soldados de los Tercios españoles, a la Princesa Patricia, hija del Rey, y joven algo caprichosa, aunque de una belleza sorprendente: el negro profundo y brillante de su larga melena, así como sus ojos orientales, fabricantes de una mirada limpia y deslumbrante, y una sonrisa que le obligaba a uno a deponer sus armas y rendir el alma a sus pies, enfatizaban tanto su nobleza como su hermosura.
Siendo aún una niña tuvo Patricia uno de sus mayores caprichos: quiso un animal grande y salvaje, y consiguió de su padre, el Rey, un precioso cachorro de león al que puso por nombre San Pablo, y que se convirtió en su inseparable compañero y amigo. Así pues, San Pablo acompañaba a Patricia en su largo viaje a la isla La Española, a bordo del San Andrés.
La travesía discurría calmada y tranquila entre las aguas atlánticas. Habían partido desde la graciosa y dicharachera Cádiz y durante el trayecto la princesa española cumpliría sus primeros dieciocho años.
Y quiso Dios, o el Destino, que, precisamente el día de su aniversario, como un regalo enviado por el mismísimo Satanás, el San Andrés cruzara su suerte con el Paz Eterna.
Los requiebros de ambas naves en la mar, como si bailaran violentamente entre ellas, al son de la estruendosa música de los cañones, el sonido producido por las caricias de los sables y los ayes y lamentos de los heridos, conformaban un sangriento y doloroso espectáculo.
La acobardada marinería del galeón, aun siendo mayor en número, se veía doblegada fácilmente por la feroz brutalidad de los más experimentados corsarios. Viendo próxima su derrota, el capitán Pizarro, al frente de los españoles, desnudó su espada y, embravecido, arremetió fieramente contra el Tigre. La captura o muerte del capitán pirata era la única posibilidad de victoria española, y Pizarro, diestro espadachín, estaba dispuesto a jugar su baza.
Esgrimiendo su acero, el español acometía impetuosamente al bucanero, que no podía evitar retroceder ante el valor y la fuerza del brioso Pizarro.
El lance se desarrollaba sobre la cubierta del castillo de popa, pero pronto los continuos pasos atrás del Tigre lo condujeron hacia los camarotes.
Sin cesar de trastabillar en su esforzada defensa el filibustero quedó helado al escuchar tras él un aterrador rugido. No podía imaginar qué sería aquello, pero no auguraba nada bueno.
Se sintió atrapado: frente a él un español con la fuerza y destreza de un diablo; tras él, quizá el propio Diablo. Como un valiente recuperó el ánimo y gracias a su fortaleza y agilidad brincó hacia una puerta lateral, rompiéndola y encontrando al frente a una joven morena, de clara mirada y endemoniada belleza. Sucumbió; se olvidó del combate. No así el furioso Pizarro, que bañaba su espada en la ardiente sangre del pirata ante el grito espantado de Patricia.
La sola visión momentánea del Tigre inclinó en su favor el corazón de la bella princesa. Así me contaron la historia de la derrota del Paz Eterna y el Tigre, cuyo cautiverio solo prometía madera y cuerda.
Casi un mes llevaba encerrado en la bodega, encadenado como una bestia, reponiéndose de la herida del hombro y alimentándose con las magras raciones que le suministraban, aunque se nutría abundantemente con el recuerdo de aquella joven.
Casi un mes llevaba encerrada en su camarote, teniendo a San Pablo por única compañía, avivando el fugaz recuerdo de aquel hombre y rememorando su miedo al verlo herido.
Tigre era temido tanto por su fiereza como por su astucia. Tras tantos días encadenado había conseguido sobornar al marinero que le llevaba el asqueroso rancho que le daban prometiéndole un buen puñado de monedas de oro a cambio de su libertad.
El marinero, al que sus camaradas llamaban Bicho, no tenía precisamente fama de ser un hombre de fiar, pero Tigre no tenía más opciones. Así que nuestro pirata, confiando en la fama propia y la avaricia ajena, se arriesgó. Nadie lo esperaba. Sólo la horca.
Actuando ladinamente Bicho sirvió de enlace entre los desconocidos enamorados, y preparó para su fuga un bote avituallado para una semana de navegación.
Fue, según me contaron, en una oscura noche cuando Tigre fue liberado de sus cadenas y sigilosamente conducido al pertrechado bote para iniciar un viaje con destino desconocido.
Agazapado en el suelo y arropado por la noche esperaba intranquilo la llegada de su amada. Escuchaba atentamente, con la tensión de un animal perseguido. Pasos, oía pasos. Tres personas… quizá cuatro; no podía determinarlo con exactitud.
No huiría sin ella. Se preparó mentalmente para una lucha que acabaría en los grilletes o en el fondo del Atlántico.
Presto ya a saltar sobre sus enemigos…
Pocos minutos después Tigre bogaba en silencio bajo la atenta mirada de San Pablo. Jamás había visto una bestia como aquélla y, con el rostro demudado por el miedo, evitaba mirar al león, en el infantil supuesto de que si él no lo hacía el animal no lo vería a él.
A pesar del peligro latente Patricia rebosaba de felicidad. Cupido la había empujado a una aventura en compañía de su mejor amigo y su primer amor. No importaba lo que deparara el futuro; el instante era su dicha.
Transcurrían pausadamente los minutos, en silencio. Sólo se escuchaba el diálogo de los remos con el mar y el leve ronroneo de San Pablo ante las caricias de su ama.
La noche se iba marchando, empujada por el amanecer; el miedo cedía su espacio a la inquietud y el cansancio se apoderaba del vigor. Patricia, mientras tanto, dormía plácidamente, arrullada por la respiración de San Pablo.
Amanecer en un punto desconocido del océano, a bordo de un bote, con un león en el pasaje, y posiblemente perseguido por un buque de guerra, no había formado parte hasta ese momento de las pesadillas de Tigre. Pero todo podía empeorar: la lluvia, el sol, el frío,…, y lo que más temía: la falta de agua potable. Las rapaces manos del mar no se ablandarían ante ellos.
Continuamente tendía la mirada hacía la gran sábana azul que les rodeaba temiendo que los envolviera. Buscaba un punto en el que fijar su destino. Siempre fue nómada y aventurero pero jamás tuvo frente a sí una empresa tan abrumadora y fatigosa como ésta.
Era la mañana del cuarto día cuando San Pablo empezó a mostrarse inquieto, muy inquieto. No cesaba de moverse y lanzaba unos rugidos tan terribles que Tigre creía que los devoraría a ambos. Patricia hablaba dulcemente, intentando calmar a sus dos grandes felinos.
Nuestro asustado pirata no cesaba de otear el horizonte. Con su mano a modo de visera buscaba con detenimiento, parsimoniosamente. Las manos de Patricia acariciaban a San Pablo; sus ojos a Tigre. Admiraba la abnegación de su esfuerzo y ahora también una sonrisa satisfecha que se iba dibujando en su rostro.
– ¡Una isla! –gritó.
Quedaba al descubierto el motivo del nerviosismo de San Pablo.
Aún tardarían varias horas en alcanzar aquella mole de tierra. Fueron, sin duda, los mejores momentos de aquella odisea, embargados ya por una alegría indescriptible. Por fin Tigre se mostraba simpático y locuaz, aunque conocía bien que aquella salvación podía ser la fuente de nuevos y quizá mayores peligros. Pero fueron en verdad aquellas unas horas dichosas.
Habían descargado ya los víveres que aún quedaban y puesto el bote a salvo de las mareas y de posibles miradas extrañas. Con el fuego ya encendido, y tras haber preparado un no demasiado incómodo lecho para Patricia, charlaron animadamente, solos –pues San Pablo saltó del bote y con una carrera largos días contenida, desapareció- hasta que Morfeo los acogió en sus brazos.
Fue aquella una noche rica y feliz en la que Tigre confesó su amor y también su nombre.
Alberto, que así se llamaba nuestro protagonista, despertó al amanecer y se desayunó hasta saciarse con la sola contemplación de la bella Patricia. Por unos instantes le pareció estar en el paraíso. Pero de inmediato volvió a la realidad. Había mucho por hacer: explorar la isla, localizar un sitio seguro y acomodarlo en lo posible a las necesidades de su amada, buscar agua y comida, y tantas otras cosas; pero sobre todo debía camuflar el miedo a no ser capaz de cuidar, amar y proteger a la delicada princesa.
En las siguientes jornadas Alberto fue extrayendo de la isla todo aquello que necesitaban. Construyó una sencilla pero cómoda choza a los pies de dos grandes árboles cuya fronda los reguardaría del sol, del frío, de la lluvia.
Tenían también agua y comida abundante y el futuro inmediato no se presentaba tan terrible como pocos días antes.
Sin embargo, Alberto podía palpar algo extraño en aquella isla que los había acogido en su regazo como una madre madura.
Así iban pasando los días. La única mancha en la felicidad de Patricia era la ausencia de San Pablo. Casi dos semanas habían transcurrido desde que el león emergió de las aguas.
A pesar de que San Pablo intimidaba poderosamente a Alberto, éste no cesaba en la búsqueda del felino pues sabía que era parte importante en la felicidad de su enamorada, que era tanto como decir de su propia felicidad. Mas, pese a su insistencia en la pesquisa, no obtenía resultado.
Frente al océano, tumbado sobre aquella homogénea alfombra arenosa, reflexionaba Alberto sobre qué les depararía el futuro. Con la nana de las olas se iban cerrando sus ojos y el pensamiento iba siendo presa de diversas ensoñaciones que iban y venían sin orden alguno. El placer de ese pensamiento que vaga libremente se vio interrumpido al percibir una sombra sobre su rostro.
Abrió sus ojos y lanzó un aterrado alarido.
– Tranquilízate –dijo una voz-, no te ocurrirá nada.
Pero Alberto únicamente fue capaz de incorporarse y correr como alma que lleva el diablo. Corría sin mirar atrás. Corría sin pensar. Impulsado por un inefable temor, sólo corría.
Aquella noche no consiguió dormir. El miedo se había pegado a él como una segunda piel.
Amaneció.
No fue capaz de contar nada de lo ocurrido a su compañera de aislamiento. Se volvió huraño, como cuando navegaban en el bote. Y ella lo notaba; se daba cuenta de que algo terrible ocurría, pues terrible había de ser para que causara ese efecto en el Tigre.
En varias ocasiones intentó hablarle; dicen que una carga compartida entre dos es más liviana. No siempre es así.
Aquella jornada transcurrió sin sobresaltos, aunque cubierta por un denso tapiz de desasosiego; tapiz que en días posteriores iba transparentando su red y redespertando en el corsario el sentido de la fascinación.
Finalmente se decidió a hablar con su dueña e intentar explicar el extraño suceso que tuvo lugar en la playa.
La muchacha de ojos rasgados se mostraba tan sorprendida por la historia que escuchaba que, a pesar del inmenso amor que sentía por Alberto se veía incapaz de aceptar lo irracional de su narración. Las primeras grietas en su confianza pugnaban por emerger, mas una inquebrantable negativa a ceder a esa sensación la condujo a mirarlo, no con los ojos, no con la razón, sino sólo con el corazón. Y gracias a ello, él, surgido de la academia del vicio, del pecado, del delito, iba dejando atrás la frontera de la desventura moral y robusteciendo su alma merced a la limpia, sencilla y luminosa mirada del amor.
Salieron juntos a explorar y tras algunas horas navegando por los senderos lo vieron a lo lejos, vigilando desde la cima de una breve colina.
Fueron en su busca.
– Hola San Pablo.
– Hola mi Princesa.
– ¿Desde cuándo puedes hablar?
– Creo que siempre he podido hacerlo, pero nunca he tenido nada que decir hasta que llegué aquí, a la Isla La Mitad, y me topé con Lenta Victoria y Derrota Veloz.
– ¿La Mitad? ¿Así se llama esta isla? Nunca la he oído mencionar –dijo Alberto. ¿Y dices que está habitada?
– Sí y no. No hay hombres, pero hay habitantes –repuso San Pablo.
Patricia preguntó nerviosamente quiénes eran Lenta Victoria y Derrota Veloz.
Incorporándose y con una mueca de satisfacción el león explicó a sus amigos que Lenta Victoria era una tortuga y Derrota Veloz una liebre, y que ambos pasaban el día, cada día, en una interminable carrera, y que descansaban al atardecer comentando las incidencias de la agotadora jornada compartiendo una botella de ron que nunca se acababa pues sólo bebían la mitad de lo que contenía.
La joven pareja estaba boquiabierta, no ya por escuchar hablar a un león sino por lo que éste les contaba.
Al hacerse consciente de que no estaban amenazados por ningún peligro inmediato, el joven pirata se sentía estimulado, dispuesto a desplegar todo su talento, su fortaleza y su voluntad para extraer de La Mitad todo aquello que fuera necesario para emprender una travesía que devolviera a su amada a la paz de su reino, aun conociendo el riesgo de que lo hicieran bailar espontáneamente al extremo de una cuerda.
Dedicaba su tiempo a llevar leña al punto más alto de la isla para tener una hoguera permanentemente encendida y comenzó la construcción de un pequeño velero que pudiera alojarlos a todos. Trabajaba mientras había luz y al atardecer se unía al extraño grupo que formaban Patricia, San Pablo, Lenta Victoria y Derrota Veloz. Eran noches felices alrededor de una botella de ron y un hogareño fuego. Contaban historias, bebían y, a veces, danzaban.
Aquella vida feliz iba tocando a su fin. El pequeño velero estaba casi terminado y el día de la partida se aproximaba.
Patricia no sentía temor ante el nuevo y peligroso viaje que les aguardaba, pero sí una creciente inquietud ante un final exitoso que los condujera ante el Rey, su padre. Aunque confiaba en poder ablandar el corazón del autor de sus días era conocedora del gran riesgo que correría Alberto.
Tigre, por el contrario, no temía al Rey; no le importaba apostar su vida a cambio de poner a salvo a su amada, pero sentía un temor reverencial al mar. Su nave no era grande pero las tempestades podían ser gigantescas, podían ser cazados por piratas o atrapados por navíos ingleses. Acertar con la ruta de los barcos de guerra españoles era su propósito fundamental.
Cada uno de los cinco arriesgó su libertad y apostó su vida en aquella valerosa singladura.
En esta ocasión el azar jugó a favor y cayeron presa de un viejo conocido. El poderoso San Andrés reinaba en aquellas aguas.
El bravo pirata recibió sus cadenas con una sonrisa satisfecha. Pizarro lo trató con dureza pero, contra lo que Tigre esperaba, sin crueldad.
Es terrible navegar conociendo que el puerto y el camposanto pueden ser lo mismo. Mas si algo había aprendido Alberto en la isla es que si uno no apura absolutamente su suerte algo quedará para mañana: la oportunidad de un nuevo comienzo.
Soy el segundo Duque de La Mitad. Hijo de un audaz pirata y una bella princesa. Me crie entre las garras de un león, tuve por ayos una liebre y una tortuga y bebí de la botella de la sabiduría. Poseo la fortaleza de mi padre y la perspicacia de mi madre. No temo a hombres ni a bestias; no temo a dioses ni a demonios. Sólo tiemblo ante la presencia de mi dueña, Doña Alba de Pizarro.
Esta fue la historia de mis queridos progenitores, plagada de acontecimientos fantásticos e inverosímiles. Ambos descansan desde hace años entre dos árboles en una isla perdida en el Atlántico compartiendo tierra y raíces con sus viejos y leales amigos San Pablo, Lenta Victoria y Derrota Veloz.
Por mi parte, cada noche me siento frente a la chimenea y bebo un sorbo de ron que me bendice con la espiritual compañía de todos ellos.