El sintagma máquina de fango está hoy presente en cada esquina del debate público. Este concepto, creado por Umberto Eco, fue puesto de moda en España por nuestro Presidente de Gobierno, tras su parada-reflexión de cinco días a cuenta de la investigación judicial a su esposa por un quítame allá esas pajas relacionadas inicialmente con tráfico de influencias y corrupción en los negocios.

La máquina de fango persigue una estrategia para difamar al adversario y enlodar su reputación. Pero no podría tener éxito sin la colaboración constante de sus amplificadores: los medios de comunicación y aquellos que los hacen rodar, la mayoría de los cuales han estudiado periodismo. Y es desde estos medios y con estos informadores tóxicos por los que se va deslizando la bola de nieve hasta nosotros, el público.

Umberto Eco describió cómo ciertos medios de comunicación no se limitaban a informar, sino que se dedicaban a ensuciar la imagen de figuras públicas, no necesariamente con mentiras, sino con la difusión de rumores infundados o exageraciones que resultaban más dañinas que los hechos concretos.

En la política española, este mecanismo ha cobrado vida propia, superando incluso la ficción. La batalla política no se libra ya en los escaños del Congreso, sino en las portadas de los periódicos y, sobre todo, en las redes sociales y en los informativos y debates televisión, donde buenas gentes con estudios de periodismo y tertulianos y colaboradores televisivos se quitan los bozales y muerden a cualquier enemigo de sus amos.

Desgraciadamente en esta guerra sucia no parece haber bandos neutrales. Hoy, la información, es una pura (con “r”) trinchera donde cada titular, cada columna de opinión, cada intervención televisiva en un proyectil contra la trinchera de enfrente.

Los tertulianos, colaboradores y columnistas estrella de los medios son el gozne sobre el que se sostiene el buen funcionamiento de esta puerta: la máquina de fango. Con sus opiniones encendidas y sus análisis parciales, son los encargados de crear las tormentas mediáticas que luego se extienden a través de redes sociales y otras plataformas. Para qué poner nombres a los autores de estos discursos subjetivos, agresivos y polarizadores. Son ellos los auténticos protagonistas de estas narrativas de confrontación, y desde luego, son el icono del análisis simplista y del sensacionalismo. De cada uno de ellos sabemos que va a decir antes de que lo diga, porque todos han señalado ya su propia inclinación hacia un lado u otro del espectro político. Luego sólo hay que dejar resbalar toda la mierda expelida por las redes sociales, donde periodistas, tertulianos, colaboradores y políticos colaboran muy activamente en su distribución.

Pero, ¡ojo!, que no solo se trata de difamar, sino que también se pretende influir en la percepción pública a largo plazo. La máquina de fango es una herramienta que busca controlar el relato de los acontecimientos.

Esta maquinaria no solo afecta a los políticos. También golpea a jueces, empresarios e incluso gente del mundo de la cultura que, de una u otra manera, se ven envueltos en una espiral de desprestigio. La bien alimentada controversia sobre el papel de algunos jueces en investigaciones relacionadas con la corrupción política es un ejemplo contundente de cómo la máquina de fango puede erosionar la confianza en las instituciones clave.

El efecto más destructivo de la máquina de fango es la polarización extrema a la que conduce. En este contexto la posibilidad de construir un debate público se reduce severamente. La política española es campo fértil para el crecimiento de esta maquinaria tóxica.

Y claro, los medios, sabedores de que el conflicto y el escándalo vende, juegan un papel fundamental para incrementar la tensión y alimentar esa confrontación que perpetúa el ciclo del fango, en el que la verdad no interesa, interesa la capacidad de impactar en el adversario.

¿Es posible revertir el daño que la máquina de fango ha causado en la política y la sociedad española? La respuesta es complicada. Hay quienes consideran que la democratización (me parto con esta palabra) de la información a través de las redes sociales puede ofrecer una salida al problema. Mientras que otros advierten que estas mismas plataformas están cada vez más controladas por algoritmos que favorecen, precisamente, la polarización y el sensacionalismo.

En el fondo, parece que la única forma de desactivar la máquina de fango es recuperando cierto sentido de la (ética de la) responsabilidad, tanto en la política como en los medios. En fin, aquí lo dejo, porque si continúo me llamaréis facha.