Saturno devorando a un hijo: el horror de Goya
Entre los múltiples fantasmas que atormentaron a Goya en su vejez, pocos resultan tan perturbadores como la imagen de Saturno devorando a un hijo. Esta pintura, realizada entre 1820 y 1823, es parte de la serie de las Pinturas Negras, un conjunto de catorce escenas que decoraban las paredes de la Quinta del Sordo, la casa en la que el pintor pasó sus últimos años en Madrid antes de exiliarse en Burdeos. Goya transforma el relato de Saturno en una pesadilla de locura y violencia, un reflejo de sus propias angustias.
El cuadro (Museo del Prado) fue originalmente pintado al óleo sobre revestimiento mural y posteriormente trasladado a lienzo en 1874 por Salvador Martínez Cubells. El tamaño contribuye a su impacto visual, pues la figura de Saturno, deformada y monstruosa, emerge de un fondo negro. La expresión, con los ojos desorbitados y la boca abierta en un gesto demente, es uno de los detalles más inquietantes de la obra. Su presa parece un cuerpo adulto, descabezado y mutilado, cuya carne sangrante se convierte en la única nota de color vibrante en la composición.
El mito de Saturno, tomado de la tradición grecorromana, narra la historia del titán que, temiendo ser destronado por uno de sus hijos, los devoraba al nacer. Sin embargo, su esposa Rea logró engañarlo, ocultando a Zeus y entregándole en su lugar una piedra envuelta en pañales. Al llegar a la edad adulta, Zeus lo derrocó, cumpliendo la profecía. La historia había sido representada anteriormente en la pintura europea, destacando la versión de Rubens de 1636.
En la obra de Goya, Saturno no es un dios majestuoso, sino una criatura desesperada. Su violencia no responde a una lógica de poder, sino a un impulso irracional, casi animal.
Los pinceles de Goya prescinden de detalles precisos y se centran en la expresión del horror. Predominan los negros, ocres y marrones, con la única excepción del rojo intenso de la sangre. La luz es brusca y focalizada, iluminando únicamente las zonas esenciales: el rostro de Saturno, su presa y sus manos manchadas de sangre. Este uso de la iluminación y la composición genera la sensación de un espacio irreal donde solo existe el acto de violencia.
Desde el punto de vista simbólico, Saturno devorando a un hijo ha sido objeto de múltiples interpretaciones. Una de las más recurrentes es la de Saturno como una representación del tiempo, que inevitablemente devora a sus hijos, reflejando el miedo de Goya ante su propia vejez y la inminencia de la muerte. En este sentido, el cuadro se convierte en una alegoría existencial sobre el destino humano, sobre la imposibilidad de escapar al paso del tiempo. También existe una lectura política, en la que Saturno representaría a Fernando VII devorando a su pueblo, en un acto de tiranía y represión. Tras la Guerra de Independencia y la restauración del absolutismo, España vivió una etapa de persecuciones y censura, lo que llevó a Goya a un progresivo aislamiento. En este contexto, la pintura podría ser una crítica a un poder que destruye a quienes debería proteger.
Más allá de su significado inmediato, el cuadro también puede interpretarse como una exploración de la violencia en su estado más puro. Goya prescinde de cualquier elemento narrativo o anecdótico que permita suavizar la escena. No hay testigos, no hay un entorno que sitúe la acción en un contexto específico. Solo el acto brutal y el rostro desencajado de Saturno. La representación del cuerpo de la víctima, desmembrado, refuerza esta sensación de crudeza absoluta. No se trata de un sacrificio ritual, ni de un castigo divino, sino de una locura sin sentido, de un impulso devorador que parece no poder detenerse.
El proceso de traslado de la pintura de la pared al lienzo, llevado a cabo en 1874, afectó parcialmente su estado original. Fotografías de la Quinta del Sordo, tomadas en 1873 por Jean Laurent, revelan que la obra pudo haber sufrido alteraciones en su color y textura. A pesar de esto, el impacto visual y emocional de la pintura permanece intacto. En la actualidad, sigue siendo una de las piezas más inquietantes del Museo del Prado y una de las más influyentes en la historia del arte.
Artistas como José Gutiérrez Solana y, especialmente, Francis Bacon han encontrado en la obra de Goya una fuente de inspiración para sus propias exploraciones del horror y la descomposición de la figura humana. Bacon, en particular, se sintió fascinado por la brutalidad de la imagen y por su capacidad para transmitir una sensación de angustia existencial sin necesidad de un relato explícito.
Goya, en sus últimos años, se alejó de la pintura convencional y creó un lenguaje propio, en el que la forma y el color quedaban subordinados a la expresión. Las Pinturas Negras no fueron concebidas para la exhibición pública, sino como un acto íntimo, una especie de testamento visual en el que el artista plasmó sus miedos más profundos. En ellas no hay concesiones a la belleza ni a la armonía. Todo es desesperanza, locura y desolación. Saturno devorando a un hijo es, en este sentido, una de las manifestaciones más puras del arte como vehículo de la angustia humana.
Las grandes obras de arte han sido aquellas que, más allá de su época, logran conmover y perturbar al espectador. La fuerza de Saturno devorando a un hijo radica en su capacidad para evocar el miedo en su estado más primitivo. No es solo la representación de un mito, ni una simple crítica política. Es la imagen de la desesperación absoluta, del hombre consumido por su propia naturaleza destructiva. Goya nos enfrenta aquí a la cara más oscura de la humanidad, a un horror que no necesita explicación porque es universal y atemporal. Es la obra de un artista que, en su soledad, decidió dejar un reflejo de su propia visión del mundo, una visión en la que la violencia, la locura y la desesperanza no eran meras anécdotas, sino verdades irrefutables.