En el cine español de los años setenta, marcado por la censura franquista y la necesidad de buscar nuevas formas de narrar la realidad, surgieron películas que, sin ser explícitas en su discurso político, ofrecían interesantes reflexiones sobre el control, la identidad y la alienación. La casa sin fronteras (1972), dirigida por Pedro Olea, es una de esas enigmáticas películas que, bajo la apariencia de un thriller psicológico, esconde una visión inquietante sobre la manipulación del individuo dentro de ocultas estructuras de poder.

Estrenada en una época en la que el cine español experimentaba una evolución significativa, La casa sin fronteras responde a una tendencia de relatos psicológicos que exploran el aislamiento, la pérdida de identidad y la influencia de las instituciones en la vida de las personas. La película fue escrita por Pedro Olea y Juan Antonio Porto, basada en el relato “Lluvia”, del mexicano José Agustín. La extraordinaria fotografía de Luis Cuadrado y una sobria y claustrofóbica puesta en escena acentúan el tono sombrío y opresivo de la narración. Añadamos la música de Carmelo Bernaola, que envuelve todo en una atmósfera que refuerza la sensación de inquietud. Además, el montaje de José Antonio Rojo se construye de manera que el espectador nunca termina de comprender completamente lo que está ocurriendo, generando así una sensación de extrañamiento constante.

El protagonista, Daniel Márquez (interpretado por Tony Isbert), es un joven sin un rumbo claro en la vida que entra en contacto con La casa sin fronteras, una organización que opera bajo un halo de misterio y secretismo. Lo que inicialmente parece una oportunidad para encontrar un propósito pronto se revela como una trampa en la que la individualidad es anulada en favor de un sistema de obediencia estricta. Su oportunidad le obliga a encontrar a Lucía Alfaro (Geraldine Chaplin).

También se cruza con figuras como el líder de la Casa (William Layton), un personaje de autoridad que representa la cara más visible de la manipulación, y la Señorita Elvira (Viveca Lindfors), quien encarna la disciplina implacable de la Casa.

A medida que Daniel avanza en su integración dentro del sistema, empieza a experimentar una creciente sensación de desorientación y miedo. Lo que al principio parecía un refugio se transforma en una cárcel sin barrotes, en un laberinto en el que la voluntad propia se diluye y la realidad se desdibuja. La película plantea una serie de interrogantes sobre la libre elección, la capacidad de resistencia ante la manipulación y los efectos de la sumisión en la mente humana.

El elenco de La casa sin fronteras es un factor importante en la construcción del misterio. Tony Isbert, en el papel de Daniel, logra transmitir la confusión y la angustia de un joven inexperto atrapado en una red que no comprende. Geraldine Chaplin aporta a Lucía Alfaro una dualidad fascinante, oscilando entre la fragilidad y la determinación. William Layton, como el líder de la Casa, encarna con frialdad la figura del manipulador, el hombre que opera en las sombras pero que tiene el control absoluto sobre los que caen en su trampa.

Para mí, destaca de forma especial José Orjas, quien interpreta al Anciano, un hombre que representa bien la naturaleza de la Casa. José Orjas brilla con luz propia en esta pesadilla cinematográfica. Actor habitual en nuestro cine, aquí sorprende con una interpretación más que inquietante. Su personaje, de una presencia siniestra y turbadora, se instaló en mi memoria cuando vi esta película a principios de los años 80. Su última frase en la película aún me los pone de corbata.

Quiero mencionar también la aparición en otro inquietante papel secundario de Valentín Tornos. En esta película todo es inquietante. Para quienes éramos niños o jovenzuelos en los años 70 Valentín está en nuestra memoria pues fue el famosísimo Don Cicuta, del Un, dos, tres.

Y una brevísima intervención, sin texto, de Eusebio Poncela, en una de sus primeras intervenciones en cine.

Para esta película Olea no necesitó hacer grandes alardes para construir una atmósfera asfixiante: una casa discreta y unos interiores despojados de identidad, que sugieren un orden implacable bajo su aparente normalidad. El verdadero horror se oculta en el sótano, el tétrico escenario del «castigo último», el espacio donde se consuma el destino de los que han osado desafiar a la institución. La casa es el núcleo de una interminable pesadilla que Pedro Olea muestra con precisión quirúrgica, en una estructura narrativa que no deja resquicio a la esperanza: la maquinaria solo sobrevive imponiendo su ley, implacable, inapelable, definitiva.

Narrativamente, Pedro Olea construye la película con un ritmo pausado pero absorbente. No hay respuestas fáciles ni explicaciones directas, lo que te obliga, como espectador, a sumergirte en la misma confusión que experimenta el protagonista. Esto hace que la historia sea más inquietante.

Mencionamos arriba a Luis Cuadrado: su trabajo refuerza la sensación de opresión y misterio que domina la película. La iluminación juega con contrastes que sugieren una realidad fragmentada, mientras que los encuadres y el uso de los espacios refuerzan el aislamiento de los personajes.

La casa sin fronteras se puede interpretar desde múltiples ángulos, pero uno de los más evidentes es el de la manipulación del individuo por parte de estructuras ocultas de poder. La película no presenta un antagonista claro, sino un sistema omnipresente que ejerce su control a través de la obediencia y la sumisión.

Otro de los temas fundamentales es el de la búsqueda de identidad. Daniel, al inicio de la película, no tiene un futuro creado, emigra desde el pueblo a la ciudad en pos de ese futuro. Y eso lo hace especialmente vulnerable a la influencia de la Casa. Al fin y al cabo, quiere pertenecer a algo más grande, que le garantice la vida. Para finalmente descubrir que el precio de esa pertenencia es la renuncia a sí mismo. Esta es cuestión tratada en otras películas (sobre sectas o regímenes totalitarios) pero en La casa sin fronteras se presenta con una sutileza que refuerza su impacto.

La casa sin fronteras es una película que, sin haber alcanzado un reconocimiento masivo, merece un lugar destacado dentro del cine español de los años setenta. Ha envejecido bien. Su capacidad para generar inquietud sin recurrir a efectismos y la solidez de sus interpretaciones la convierten en una película digna de verse.