“Lo nuestro no funcionó porque eras una persona tóxica”. Así, sin anestesia.

Alguien lo dejó escrito en una story de Instagram, con tipografía cursiva, fondo rosa empolvado y el emoji de una flor marchita. Le hablaba, por supuesto, al universo entero, aunque fingía dirigirse a alguien concreto. Como quien lanza un disparo con mirilla láser y cobertura satelital. En el siguiente story, recomendaba un podcast de sanación emocional y una cuenta que “habla de límites y energías limpias”. Alguien le respondió con un sticker de aplauso. Otro comentó: “Uf, qué identificada me siento”. Ella reaccionó con un corazón morado.

Bien. No hace falta haber leído a Foucault ni haberse criado entre grupos de apoyo para detectar lo que ahí está en juego: el desplazamiento silencioso pero efectivo del lenguaje clínico al moralismo pop.

“Tóxico” ya no es una seta venenosa o un gas. “Tóxico” es todo lo que no me gusta, no me encaja, me incomoda o contradice mis expectativas emocionales.

“Tóxico” es una manera de cerrar la conversación, de invalidar, de asignar una etiqueta irrefutable sin tener que argumentar nada. Es un salvoconducto para que las personas salgan de escena sintiéndose víctima, pero también lúcidas. Un adjetivo que convierte cualquier disonancia afectiva en diagnóstico.

La palabra “tóxico” ha pasado de los botes de productos de limpieza al timeline de Twitter, Instagram y demás depósitos de basura comunicativa. De las etiquetas de veneno en el laboratorio al vocabulario cotidiano de las rupturas, los debates sobre masculinidad, las cenas familiares con roces ideológicos y los comentarios de TikTok sobre cualquier pareja mínimamente disfuncional. Hay una vocación clínica en este uso y una aspiración a la asepsia emocional. Todo lo que no es limpio es tóxico. Y todo lo que es tóxico debe ser eliminado. La química coloniza la moral.

Ya no hay personas difíciles, ni relaciones complicadas, ni tensiones normales entre caracteres. Hay vínculos tóxicos: madres tóxicas, jefes tóxicos, masculinidad tóxica, influencers tóxicos, y hasta perros tóxicos (sí, esto último es real). El diagnóstico es tan flexible como un contorsionista y tan severo como una prisión. “Tóxico” ya no se refiere a algo que te hace daño después de una exposición prolongada. Se refiere a cualquier cosa que me molesta hoy, aquí, ahora, y de la que quiero librarme sin culpa.

Este uso performativo de la palabra, que suena terapéutica pero funciona como un correazo, ha sido celebrado por ciertas corrientes de autoayuda. Esas que ofrecen salvación exprés en diez pasos, con tapas brillantes y frases como “Rodéate de energía bonita” o “No estás roto, estás en proceso”. No es que esté mal ponerle nombre al malestar. Es que quizá, al usar la misma palabra para describir un gas nervioso y una pareja que no me felicitó el cumpleaños con el entusiasmo debido, estemos simplificando algo de mayor complejidad. O, peor aún, estamos convirtiendo nuestra sensibilidad herida en brújula moral.

Lo curioso es que el auge del término coincide con una especie de hipertrofia de la autopercepción. Vivimos en tiempos en que “yo” ya no es un sujeto gramatical, sino una unidad de gestión emocional. Mi paz mental se ha vuelto sagrada, mis límites son inviolables, mi proceso es inapelable. Y, claro, cualquier cosa que los perturbe no puede ser un accidente o una diferencia de perspectivas: tiene que ser “tóxica”. Hay una industria entera en torno a esto. Se alimenta del malestar, lo empaqueta con etiquetas simplistas y lo convierte en comunidad de consumo.

Tomemos, por ejemplo, “masculinidad tóxica”. El término nació con vocación crítica: describir los efectos destructivos de ciertos mandatos patriarcales (agresividad, represión emocional, dominio). Pero ha degenerado en sinécdoque moral. Cualquier gesto mínimamente viril, cualquier frase que suene a viejo, cualquier hombre que no domine el argot de la deconstrucción puede ser tachado de tóxico. Y, al final, lo que pudiera ser una crítica justa se convierte en caza de material residual. No se propone transformar: se apunta y se dispara. El problema no es el concepto en sí, sino su colonización viral por sensibilidades tan impacientes como dispersas.

En las relaciones, el término funciona como una coartada de separación sin conflicto. En lugar de decir “me fui porque no me gustaba cómo me trataba”, se dice “era tóxico” (o tóxica, que el veneno puede estar en cualquier lado). Así, la toxicidad evita la culpa, borra la historia y transforma el relato en una especie de auto sacramental sobre el  autocuidado. El problema es que en esta lógica sólo caben envenenador y envenenado. Pero la mayoría de las relaciones reales son una cadena de malentendidos, heridas recíprocas y afectos contradictorios. No todo lo que duele es veneno.

Claro, hay comportamientos realmente dañinos que merecen el adjetivo con todas las letras: manipulación constante, abuso emocional, violencia. El problema es cuando se estira tanto el término que se vuelve incapaz de distinguir. Y entonces el lenguaje, que debería iluminar, se convierte en una nube de humo detrás de la que ya no se ve nada.

También hay una cuestión de clase y cultura en este lenguaje. La toxicidad, tal como se usa en redes, es una categoría de clase media pseudoilustrada, digitalizada, con acceso a psicólogos, libros de crecimiento personal, sesiones de yoga y cuencos tibetanos.

En otros contextos, aunque raros ya, se siguen llamando a las cosas por su nombre: problema, bronca, crisis, carácter. La medicalización de las emociones y de lo cotidiano es una forma de distanciarse del conflicto, de estetizarlo, de convertirlo en otra cosa, pero también de alejarlo del trabajo sucio que implica toda relación humana: negociar, ceder, fracasar, aprender.

A veces el término se cuela también en la conversación política. Se habla de “ambiente tóxico” en el Congreso, de “debate tóxico” en televisión, de “redes sociales tóxicas” como si el problema no fuera el contenido, la intención o la ideología, sino un misterioso agente químico que contamina el aire. Como si la única solución fuera huir, desintoxicarse, purificarse.

Hay también algo narcisista en este uso del término. Convertir al otro en tóxico es una forma elegante de decir: yo estoy limpio. Yo soy el dañado, el lúcido, el que se va antes de contaminarse más. Es una forma de autonarración sin grietas.

Lo más paradójico de todo es que, para protegernos de lo tóxico, acabamos creando espacios asépticos donde todo lo incómodo queda fuera. El problema es que sin incomodidad no hay crecimiento, sin roce no hay vínculo. Al final, la toxicidad se convierte en el fantasma perfecto: sirve para todo, explica todo y exime de todo. Es el monstruo al que le echamos la culpa de nuestra incapacidad para habitar lo ambiguo. Al final, acabaremos construyendo vidas limpias pero estériles, llenas de salud emocional pero vacías de humanidad.