Pocas ideas han cambiado tanto, y tan silenciosamente, como la de seguridad nacional. A lo largo de los siglos, ha pasado de ser una cuestión de fronteras a una cuestión de datos; de cañones y ejércitos a servidores y algoritmos. Bajo una continuidad aparente -la promesa de protección- se esconde una profunda transformación política, y también moral. Porque hablar de seguridad nacional en Europa es, en el fondo, hablar de cómo el poder ha entendido su propia legitimidad.
En sus orígenes, la seguridad era el privilegio del soberano. En el Antiguo Régimen, proteger significaba conservar: mantener la estabilidad del trono y del orden social y, en buena parte del continente, la uniformidad religiosa. Tras Westfalia, el control de la diversidad confesional era inseparable del orden estatal. En Francia -después de las guerras contra los hugonotes-, en los territorios de los Habsburgo, en los principados alemanes e, incluso, en la Rusia zarista, seguridad equivalía a continuidad del gobernante y del credo oficial. La seguridad del reino se identificaba con la seguridad del monarca. De tal modo que cualquier amenaza al poder era, por definición, una amenaza al país.
La Ilustración y la Revolución Francesa rompieron esa equivalencia. Y, en adelante, el sujeto de la seguridad dejó de ser el rey para ser la nación. La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 justificaba la existencia de una fuerza pública no para defender al monarca, sino para garantizar los derechos. Las constituciones francesas de 1791 y 1793 hicieron del Estado un instrumento de defensa colectiva. Nacía así el moderno concepto de “seguridad nacional”: el Estado, ya no personal sino colectivo, debía garantizar la supervivencia del cuerpo político frente a enemigos externos e internos. Fue en esta transición que se fundó la legitimidad republicana: el poder existía para proteger al ciudadano, no al gobernante.
El siglo XIX consolidó la seguridad como atributo del Estado-nación. El miedo al enemigo exterior -Prusia, el Imperio Austrohúngaro, Rusia- sirvió para justificarla. Pero la seguridad también se volvió un argumento doméstico: mantener el orden interno, sofocar insurrecciones, garantizar la propiedad. Tras el Congreso de Viena, Metternich articuló un sistema de vigilancia continental para impedir el regreso de la revolución. La policía política, la censura y las redes de información se fueron convirtiendo en herramientas para la estabilidad.
Con la industrialización, la defensa dejó de ser solo un asunto de soldados y se convirtió también en un asunto civil. La seguridad comenzó a organizar la vida civil: censos, pasaportes, registros, fronteras administrativas. Nacía el Estado moderno de vigilancia burocrática. Si en el siglo XIX, la seguridad se escribía con tinta, en el XXI se escribe con datos.
El siglo XX convirtió la seguridad en obsesión. Las dos guerras mundiales desdibujaron las fronteras entre lo civil y lo militar. La Primera Guerra Mundial convirtió a la sociedad entera en retaguardia. La Segunda añadió matices definitivos: el radar británico, el descifrado en Bletchley Park, el Proyecto Manhattan o la economía de guerra alemana mostraron que el futuro de la defensa no estaba solo en los ejércitos, sino en la ciencia y la industria. La nación entera se fue transformando en campo de batalla, y el concepto de “seguridad nacional” adquirió el tono de lo absoluto. La propaganda, la economía, la ciencia y la moral quedaron subordinadas a la supervivencia colectiva.
Tras 1945, el miedo cambió de cara pero no de función. La Guerra Fría redefinió la seguridad europea bajo el signo de la contención. El enemigo ya no era solo geográfico o territorial, sino ideológico. Europa pasó a pensarse desde dos lógicas ajenas: OTAN en el Oeste, Pacto de Varsovia en el Este. En un lado, seguridad delegada a la potencia estadounidense; en el otro, seguridad entendida como control político interno y doctrina militar soviética. Europa, dividida, dejó de ser sujeto estratégico y se convirtió en escenario.
De la mano de la caída del Muro de Berlín, vino también una crisis conceptual. El enemigo había desaparecido, pero el miedo seguía presente. Se empezó a hablar de “seguridad humana”, “seguridad energética” o “seguridad ambiental”. La defensa se volvió plural, difusa, interdependiente. Ya no se trataba solo de repeler invasiones, sino de gestionar vulnerabilidades y riesgos. El Tratado de Maastricht en 1992 abrió el camino hacia una política europea de seguridad, mientras nuevas instituciones como Europol, la Agencia Europea de Defensa o FRONTEX consolidaban un modelo de cooperación transfronteriza.
El terrorismo, las migraciones irregulares, las crisis financieras, las tensiones energéticas o las pandemias han ido redefiniendo el mapa de amenazas. Consecuencia de ello es que lo “nacional” ha ido perdiendo nitidez y la seguridad es mucho más dependiente de redes internacionales, agencias compartidas, tratados y tecnologías transfronterizas. La Unión Europea ha construido su identidad política sobre esa noción ampliada: una seguridad sin fronteras interiores, pero con muros exteriores cada vez más robustos y sofisticados.
En el siglo XXI, la seguridad nacional se ha desplazado del territorio al ciberespacio. El poder ya no se mide por el número de tanques, sino por la capacidad de procesar información. Los Estados protegen infraestructuras críticas, flujos financieros, identidades digitales. La soberanía se redefine como autonomía tecnológica. Y el ciudadano, cada vez más conectado, se vuelve simultáneamente sujeto y objeto de vigilancia.
La promesa de seguridad se ha digitalizado. En nombre de la prevención, los gobiernos han asumido competencias que antes hubieran parecido incompatibles con la democracia liberal: rastreo masivo de datos, colaboración con empresas tecnológicas, algoritmos predictivos de riesgo. El enemigo se oculta ahora en una densa niebla de amenazas invisibles: ciberataques, desinformación, espionaje industrial, crisis energéticas,…
El resultado es una inquietante paradoja: cuanto más se amplía el perímetro de la seguridad, más difusa se vuelve la libertad. La lógica del riesgo se infiltra en todos los ámbitos -sanitario, económico, social- hasta convertir la protección en principio rector de la vida pública.
Europa, que inventó el Estado moderno y los derechos del hombre (aún con los precedentes del Bill of Rights de 1689 y de la Declaración de Derechos de Virginia de 1776), vive ahora una tensión sin resolver: nuestra historia nos había vacunado contra el autoritarismo, pero nuestro miedo a la inseguridad nos empuja de nuevo hacia él. Cada crisis reactiva el reflejo del control. Cada avance tecnológico amplía la capacidad de vigilancia y supervisión. Y cada renuncia ciudadana, por mínima que sea, se reviste con el lenguaje tranquilizador de la prudencia.
La evolución del concepto de seguridad nacional refleja, en el fondo, la evolución de la propia idea de civilización europea: de la fortaleza al protocolo, del ejército al servidor, del soldado al algoritmo. El enemigo de hoy ya no asedia nuestras murallas: vive en nuestros sistemas. Y la defensa, más que un acto de fuerza se ha vuelto una forma de administración.
Pero si algo enseña la historia es que la seguridad, cuando se convierte en criterio absoluto, termina traicionando su propósito. No hay seguridad sin libertad que la equilibre, ni libertad que resista sin un mínimo de seguridad que la sostenga. Europa, tras siglos de guerras y reconstrucciones, debería recordarlo: su fortaleza no está en blindarse, sino en resistir la tentación de hacerlo por completo.