Tras la lectura del Informe Anual de Seguridad Nacional 2020 me he quedado con la triste sensación de que el sector de la seguridad privada no existe. La expresión “seguridad privada” aparece en dos ocasiones a lo largo de las 390 páginas del Informe; son estas:

  • Página 68: “Además, las FCSE colaboran en la formación de Policías Locales y Seguridad Privada en el marco de la Instrucción 6/2017 sobre criterios de actuación en caso de atentado terrorista”.
  • Página 100: “Dentro del marco jurídico internacional que establece la Conven­ción Sobre la Protección Física de los Materiales Nucleares y las Instalaciones Nucleares del Organismo Internacional de Energía Atómica, se han llevado a cabo medidas de control y supervisión del personal, empresas, servicios y medios, en materia de seguridad pri­vada, que desarrollan su actuación en instalaciones nucleares, al ob­jeto de garantizar su adecuado ajuste a la normativa vigente. Todo ello mediante la elaboración e implementación de un Plan Nacional de Inspección de Instalaciones Nucleares”.

Los Jefes de Seguridad aparecen en:

  • Página 110: “… se ha puesto en funcionamiento un curso en línea para jefes de seguridad de entidades del sector público y privado, a través de la plataforma VANESA del Centro Criptológico Nacional (CCN)”.

Hay una referencia genérica a “la presencia de equipos de seguridad en los buques” en la página 154. Y hasta aquí.

Bien es verdad que, a pesar de llevar el bonito y elegante subtítulo de “Un proyecto compartido de todos y para todos”, la Estrategia de Seguridad Nacional en vigor, de 2017, no es tampoco generosa con la seguridad privada.

El preámbulo de la Ley 5/2014, de Seguridad Privada, nos habla de “la consideración de la seguridad privada como una actividad con entidad propia, pero a la vez como parte integrante de la seguridad pública, de hecho, escribe el legislador que esto “es hoy un hecho innegable”, más aún, que “la seguridad privada se ha convertido en un verdadero actor de las políticas globales y nacionales de seguridad”.

En seguridad privada, los hombres y mujeres visibles para el ciudadano son principalmente los vigilantes de seguridad, de los que tenemos a más de 80.000 en activo. Son ésos, a los que llaman despectivamente “seguratas” y a los que los medios de comunicación, desinformados, suelen denominar “guardias de seguridad” o “vigilantes jurados”. Esos más de 80.000 vigilantes de seguridad marcan una cifra superior a la de efectivos del Cuerpo Nacional de Policía o de la Guardia Civil. Los podemos ver en estadios deportivos, centros comerciales, hospitales, entidades financieras, aeropuertos, estaciones de ferrocarril, de metro, de autobuses, y un larguísimo etcétera.

Más de 80.000 personas que, a pesar de ser personal esencial que ha seguido prestando servicio durante todo el año 2020 y, por supuesto, 2021, ni siquiera ha sido considerado un colectivo digno de entrar en el calendario de vacunación. Para esto no han sido considerados como esenciales, a pesar de que el artículo 4 de la Ley 5/2014 afirma que son fines de la seguridad privada “contribuir a garantizar la seguridad pública” y “complementar el monopolio de la seguridad que corresponde al Estado, integrando funcionalmente sus medios y capacidades como un recurso externo de la seguridad pública”. No parece existir una explicación razonable a esto, al menos yo no la encuentro.

Son los vigilantes de seguridad privada los que en los lugares donde prestan servicio deben hacer cumplir la ley y deben, por ejemplo, velar porque las personas que estén en ese lugar (el metro, un centro comercial, …) cumplan con normas tales como la prohibición de fumar o la obligación de llevar mascarilla, además de otras pequeñas cosas como “la protección de las personas” que se encuentren en esos lugares o evitar “comisión de actos delictivos o infracciones administrativas”. Bien, pues resulta que las agresiones físicas, los insultos y las amenazas a los vigilantes de seguridad se siguen incrementado de forma vertiginosa.

La Ley atribuye a los vigilantes de seguridad funciones y obligaciones que éstos han de cumplir obligatoriamente, no pueden mirar hacia otro lado para evitarse problemas; pero es la Ley quien no ofrece suficiente protección jurídica al vigilante en el ejercicio de sus funciones, esas que no pueden no cumplir. De hecho, el artículo 8.3 de la Ley 5/2014 de Seguridad Privada expresa que el personal de seguridad privada tendrá “especial obligación de auxiliar y colaborar, en todo momento” con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad “en el ejercicio de sus funciones, de prestarles su colaboración y de seguir sus instrucciones, en relación con los servicios que presten que afecten a la seguridad pública o al ámbito de sus competencias”. Y algo similar se expresa en el artículo 30.h. Sin embargo, es asimismo la Ley la que despacha el asunto de la protección jurídica del vigilante de seguridad con el artículo 31: “se considerarán agresiones y desobediencias a agentes de la autoridad las que se cometan contra el personal de seguridad privada, debidamente identificado, cuando desarrolle actividades de seguridad privada en cooperación y bajo el mando de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad”. Es decir, sólo se considerará al vigilante de seguridad como agente de la autoridad, y por tanto sólo gozará de la protección jurídica de agente de la autoridad, si, insistimos, y sólo si está desarrollando su función en colaboración y bajo el mando de las FFCCSS. Es decir, en una absoluta minoría de casos.

Pero volvamos al Informe Anual de Seguridad Nacional 2020. Hace ahora un lustro que deje atrás el medio siglo y, en estos años, he estudiado y aprendido con muchos de los mejores. Y he aprendido, al menos eso creo, de uno de ellos, Casimiro Macías, que, en un país como España, en el que las infraestructuras críticas, tienen como proveedor habitual de servicios a empresas de seguridad es un error darles la espalda. Porque la Ley 8/2011, de 28 de abril, por la que se establecen medidas para la protección de las infraestructuras críticas introduce y define un concepto tan interesante como fundamental: interdependencias. Y nos dice que las interdependencias son “los efectos que una perturbación en el funcionamiento de la instalación o servicio produciría en otras instalaciones o servicios, distinguiéndose las repercusiones en el propio sector y en otros sectores, y las repercusiones de ámbito local, autonómico, nacional o internacional”. No es exagerado decir que en la vida diaria la seguridad de una instalación depende de los operativos y de los operadores de seguridad privada y es un error no considerar este tipo de servicio como interdependencia.

En su muy justamente reconocido criterio técnico afirmaba Casimiro Macías hace pocos años que era momento de acelerar el sistema PIC para conceder a empresas y personal de seguridad el reconocimiento debido e impulsar una mayor participación de estos recursos que tanto pueden aportar no solo en cuestiones relativas a la prevención, protección y seguridad, sino también en inteligencia.

Comparto por completo la afirmación anterior. Y añado abiertamente que si la seguridad de nuestras infraestructuras críticas depende fundamentalmente de nuestras empresas de seguridad y de su personal parece que no se está realizando una adecuada consideración acerca de las mismas y de las funciones que realizan para el mantenimiento de nuestros servicios esenciales.

Esta penosa omisión es más que evidente para la mayoría de nuestro sector. Mi madre llamaba a esto darle a alguien “una guantá sin manos”.