Lo prometido es deuda. Hay verbos que nacen en buena cuna y acaban durmiendo en la calle. Uno de ellos es “democratizar”. En sus orígenes, el término tenía un aire solemne, casi litúrgico: “democratizar una nación” evocaba procesos heroicos, señores y señoras con barba discutiendo constituciones y algún artista hostiado —o peor— por la libertad. Pero un día el verbo salió a dar un paseo por el mundo del marketing y ya no volvió a casa. Desde entonces, vive entre nosotros, suelto, sin correa, colándose en todo lo que huela a progreso bienintencionado.
La expresión estrella, claro, es “democratizar la cultura”. Y no falta quien la pronuncia con una media sonrisa, como si acabara de inventarla, aunque lleve décadas en los belfos de concejales con gafas de pasta y gestores culturales que se emocionan con el PowerPoint.
¿Democratizar la cultura? ¿Eso qué es, repartirle a cada ciudadano un ejemplar de El Quijote y una entrada para la ópera? ¿Clase de ballet por megafonía en los autobuses? ¿Un referéndum para decidir si seguimos llamando “performance” a cualquier cosa? Porque, vamos a ver, si la democracia consiste en que todos podamos participar, ¿qué significa participar en la cultura? ¿poder escribirle a Lope de Vega para que reescriba sus obras con lenguaje inclusivo? ¿Votar si Goya nos parece demasiado oscuro?
Pero lo más curioso del verbo no es su amplitud gaseosa; es su vinculación automática con el dinero. Cuando alguien dice que hay que “democratizar” algo, casi siempre quiere decir que hay que bajarle el precio. Democratizar el acceso al cine: que cueste dos euros. Democratizar el arte: exposiciones gratis en la estación de metro. Democratizar la ópera: que te la canten por Bluetooth en el ascensor. Lo democrático, según esta lógica, es barato, o al menos rebajado. La cultura, aseguran, sigue intacta. Solo que ahora viene en tetrabrik.
Y sin embargo, nadie se atreve a cuestionar nada de esto. Porque “democratizar” suena a buena acción. Como “reciclar” o “escuchar a los niños”. Aplaudir la idea es obligatorio; entenderla, opcional.
El problema, claro, es que al democratizar cualquier cosa se corre el riesgo de rebajarla hasta el nivel de conversación de ascensor, ésa donde se habla del tiempo, de si la paella lleva chorizo o no y otros asuntos semejantes.
Y no es que uno esté en contra de que la gente lea, escuche o vea cosas. Al contrario. Pero hay una diferencia entre abrir las puertas del museo y pintar encima de los cuadros para que resulten más simpáticos al público juvenil. Democratizar no debería ser un sinónimo de “hacerlo fácil”, ni mucho menos de “hacerlo todo igual”. Porque si todo es cultura, desde Hamlet hasta una coreografía de TikTok, entonces nada lo es.
También habría que democratizar otras cosas, ya que estamos. “Democratizar el gimnasio” (donde uno pueda tumbarse y que otro sude por ti), “democratizar la medicina” (usted mismo se receta, total, quién sabe mejor que usted qué le duele), o “democratizar el arte contemporáneo” (que uno pinte un cuadro y decida si es bueno o no por mayoría de likes). El absurdo es democrático por naturaleza.
Así que, quizá convendría preguntarse si no estamos usando la palabra para evitar decir otra más incómoda: vulgarizar, simplificar, diluir, edulcorar, rebajar, licuar. Porque “democratizar” da prestigio. Suena a justicia.
Como vemos estamos ante una palabrita que tiene muy buena prensa, pero muy mal control de calidad. Da igual lo que estés vendiendo: si le pones delante “vamos a democratizar…”, automáticamente pareces comprometido, generoso y con un máster en participación ciudadana.
Es, además, llamativo que democratizar ya no tiene nada que ver con la democracia. Es más, si uno fuera exigente con las metáforas, podría decir que ahora significa todo lo contrario: no hace falta deliberar, ni decidir, ni votar. Basta con que algo sea más barato, más fácil o venga con una app.
Democratizar, en la práctica, significa “ponerlo al alcance de gente que, se supone, antes no podía pagarlo”. Es decir, democratizar es rebajar. Pero, claro, nadie quiere decir “abaratar”, “simplificar” o “recortar”, porque eso suena cutre. Entonces se dice “democratizar”, que viste más. Al final lo que se democratiza es el precio, no el contenido. Por ejemplo, el libro de algún filosofillo rarete, pero de moda, seguirá siendo infumable, pero te lo dejan a ocho euros. Cosas de estas hay bastantes: se democratiza el acceso a algo que sigue sin interesar a nadie, pero ahora con mejor financiación.
Si la única condición para “democratizar” algo es que sea barato y lo pueda ver cualquiera, entonces también podríamos decir que los reality shows han democratizado el pensamiento político. Y que YouTube ha democratizado la ópera porque hay una señora que canta Nessun dorma desde su cocina. Si todo tiene que ser accesible sin esfuerzo, sin contexto y sin coste, vamos a acabar con todo democratizado y nada respetado.
La democratización, según parece, cura la desigualdad, embellece el discurso y no engorda.
Me diréis que soy un exagerado, pero el otro día vi un anuncio que hablaba de democratizar los enchufes inteligentes. ¡Cojones! Lo tuve que leer tres veces. Pero esto ¿qué es? ¿ahora cualquiera va a poder programar su lámpara sin haber leído a Tocqueville? ¡Qué disparate!
Y hay mucho más: ya se ha propuesto democratizar el bocadillo de jamón, el patinete eléctrico, la siesta, las ensaladas, los tratamientos de belleza, el lenguaje del tango, las oposiciones a la judicatura, etc. Podríamos seguir hasta mañana. Llamar democratización a esto es como llamar reforma agraria a plantar una maceta en el balcón.
Y lo peor de todo es que nadie se atreve a decir que esto es una charlotada. Porque esta democratización no tiene ni demos, ni kratos; tiene precio, tiene app y tiene logotipo.