Esta mañana, sobre las 6:00, escuchaba las noticias de la radio mientras me dirigía a tomar un café al quiosco de siempre. En esto, aparecen las declaraciones de un señor que trabaja en pantalón corto pegándole patadas a una pelota, afirmando algo así como “hoy hemos hecho historia”, en referencia a un partido de balompié. Y, como una vaca, no he podido dejar de rumiar.
Hay expresiones que, repetidas lo suficiente, dejan de significar lo que un día quisieron decir. Una de ellas es “hacer historia”, un conjuro verbal con el que hoy se barniza cualquier suceso con dos gotas de emoción y media cucharada de entusiasmo. Antiguamente -cuando las palabras aún sudaban para ganarse el pan- hacer historia implicaba transformar el curso de los acontecimientos humanos, marcar un antes y un después, remover los cimientos de una época. Hoy basta con eliminar a Albania en los penaltis o pasar de la primera fase en un concurso de televisión.
“Hemos hecho historia”, proclama un trajeado entrenador, tras empatar a cero bajo la lluvia en Moldavia. No se ha derrocado a un tirano, no se ha escrito una constitución, no se ha abolido ningún sistema opresivo: se ha metido un gol de rebote en el minuto 93 y el VAR ha dicho que sí. Pero para la posteridad, ahí queda: historia pura, sin aditivos.
Esta inflación de la épica me produce algo de ternura. Y es que vivimos en una época en la que todo tiene que ser memorable, aunque no lo sea. Ya no hace falta fundar imperios o descubrir continentes: con que tu sobrino llegue a la final de un concurso televisivo por adivinar que el cirílico es un alfabeto y no una dieta ya se puede hablar de “un antes y un después en la historia de la televisión”.
No se trata ya de engrandecer lo cotidiano. Es que lo cotidiano se ha puesto el disfraz de la epopeya. Hemos convertido lo banal en épico con la soltura con que se aliña una ensalada. Todo el mundo “rompe barreras”, “rompe esquemas” o “rompe las redes”, y uno ya no sabe si está leyendo titulares o un parte de guerra. Te dicen que alguien “hizo historia” porque se comió cincuenta croquetas en tres minutos: todo, si se enmarca bien y se le añade una música épica de fondo, puede “hacer historia”. Si Beethoven viviera, estaría componiendo la banda sonora del ascenso del Levante a Primera División.
Seamos justos: la historia -la de verdad- no siempre está hecha por próceres y padres de la patria y madres de la matria. A veces la historia también es colectiva, banal y kitsch. Pero una cosa es “democratizar” (que síiiii, que escribiré sobre esta palabrilla) la historia y otra hacerla pasar por la verbena de una comunidad de vecinos. Hay una línea muy fina entre la gesta y el meme. Hay quien “marca una época” por conseguir una oferta dos por uno en detergente. O quien “derriba prejuicios” porque se ha teñido el pelo de un color indescriptible con nombre de fruta inventada. Es la épica de la nada.
Las instituciones, naturalmente, se apuntan al carro. Cada pleno municipal es “decisivo”, cada avance es “histórico”, cada vez que se inaugura una rotonda alguien toma el micrófono, y con tono de misa mayor, suelta que “es un día histórico para el municipio”.
Lo cierto es que todo esto funciona. La gente se siente mejor cuando piensa que ha hecho historia, aunque solo haya cambiado el rollo de papel higiénico sin que nadie se lo haya pedido. Hay algo entrañable en esta necesidad universal de que nuestras pequeñas gestas no se pierdan. Todo lo convertimos en extraordinario porque lo ordinario no tiene glamour y, en consecuencia, nos hemos creado una cronología hipertensa.
Y es que la historia real, la que se estudia en los libros, está hecha muchas veces de detalles que en su momento parecían irrelevantes. Lo que pasa es que ahora ya no distinguimos entre “detalle” e “hito”. Todo es histórico. Todo merece un documental. Todo exige un hashtag.
Con todo, no deja de ser conmovedor que sigamos aferrados a la idea de que nuestras pequeñas gestas merecen monumento. Si alguien encuentra aparcamiento en el centro a la primera, se siente como si hubiera fundado Tebas. Yo mismo, cuando consigo meter todas las compras del súper en una sola bolsa sin que se rompa, creo que me hago merecedor de la Cruz del Mérito Doméstico con distintivo reutilizable.
Todo esto no sería grave si no fuera porque detrás de todo ello hay un marketing emocional que ha colonizado incluso nuestras relaciones más íntimas. Lo vemos claro en la esfera personal: ya no se rompe una pareja, “se cierra un ciclo de crecimiento”; ya no nos echamos una siesta, hacemos “una pausa consciente para la recuperación interior”; ni siquiera cenamos, llevamos a cabo una “experiencia gastronómica con narrativa emocional”. Estas melonadas tienen un origen común: el lenguaje se ha puesto el smoking, aunque el contenido siga en pijama.
Hay, incluso, quienes tienen la osadía de “hacer historia” sin hacer nada. Influencers que anuncian su vuelta a las redes sociales como quien regresa de las Cruzadas. Youtubers que avisan de su “proyecto más ambicioso hasta la fecha”, que luego resulta ser una colaboración con una marca de gominolas. El entusiasmo performativo se ha convertido en una forma de vida. Hacer historia sin contenido, solo con tono.
Quizá haya que resignarse. Tal vez hacer historia, en el siglo XXI, no tenga que ver con hazañas mayúsculas sino con la gestión afectiva de lo insignificante. Tal vez sea el modo posmoderno de darle sentido a una existencia, la propia, demasiado parecida a las de los demás como para no sazonarla con un poco de teatro. No cambiamos el mundo, pero hacemos como si así fuera. No lideramos revoluciones, pero subimos stories con filtro sepia y frases de Gandhi.