La palabra “equidistancia” en España se ha convertido en un término con mala prensa. Sin embargo, conviene advertir que esta mala prensa no surge de la nada: responde a un contexto político y mediático en el que la confrontación ha sido elevada a categoría de norma. En España, las lealtades colectivas tienden a definirse en clave de antagonismo, y desde ese punto de partida el espacio para una voz intermedia suele interpretarse como cobardía moral. La mala prensa de la equidistancia es, en el fondo, reflejo de una sociedad habituada a pensar más en términos de trincheras que de puentes.

La equidistancia aquí no es sinónimo de neutralidad sensata, sino de sospechosa blandenguería, un pecado político equivalente a pedir paella sin socarrat: una falta de carácter imperdonable.

Los políticos, por su parte, aman odiar la equidistancia. Les viene de perlas porque convierte cualquier intento de matiz en un delito contra la pureza ideológica: unos te acusarán de blanquear, otros de traicionar.

Y lo peor es que la mala prensa de la equidistancia funciona como un pegamento transversal. Desde el tertuliano que grita en prime time hasta el columnista que posa con gesto grave, todos coinciden en que tomar partido es obligatorio, aunque sea en contra del sentido común. Porque aquí, más que periodistas o políticos, lo que tenemos son hooligans con micrófono, convencidos de que el verdadero mal no es la mentira, sino la tibieza.

Al final, en España, la equidistancia no se entiende como un intento de diálogo, sino como la peor de las traiciones: negarse a alimentar el fuego eterno de las trincheras.

Y ejemplos no faltan. Si dices que los excesos de la Ley de Memoria Democrática conviven con el negacionismo histórico de la derecha, automáticamente te cae encima la acusación de equidistante. Si afirmas que tanto el independentismo como el unionismo han manipulado a la opinión pública en Cataluña, prepárate: eres un tibio, un relativista, casi un sospechoso de alta traición. Y si te atreves a señalar que tanto Iglesias como Ayuso han hecho del grito su principal herramienta política, directamente te conviertes en alguien que no entiende que aquí la política no se debate, se corea como en un estadio de fútbol.

La prensa, por supuesto, no ayuda. En la televisión matinal, el tertuliano que intenta decir “bueno, habría que escuchar a todas las partes” dura menos que un helado en Sevilla en agosto. O te alineas con el relato oficial de la cadena, o acabas reducido al papel de punching ball para que los demás te acusen de equidistante con la misma energía con la que antes acusaban de “rojillo” o “facha”.

En las redes sociales la cosa es todavía peor: Twitter (o X, para los que piensan que un cambio de nombre es un símbolo revolucionario) funciona como un detector automático de equidistantes. Aunque, en este caso particular, reconozco que yo lo utilizo de otras dos formas, principalmente: es un gran detector de hijos de puta y, desde luego, que el mejor detector de gilipollas que existe.

Y es que lo de las redes es un espectáculo en sí mismo: basta con que alguien suelte un tímido “igual habría que bajar un poco el tono” para que le caiga encima un ejército de cuentas con bandera en el avatar. A unos les acusarán de “blanquear el fascismo”, a otros de “hacerle el caldo gordo a los rojos”, y al final el pobre usuario acaba bloqueando a media España y refugiándose en vídeos de perritos que rescatan gatitos. Paradójicamente, eso sí es un espacio de consenso nacional: todos estamos de acuerdo en que preferimos a un cánido antes que a un tertuliano.

El periodismo, por su parte, ha convertido el término en insulto profesional. Cuando Carlos Alsina en la radio se atreve a desmontar las exageraciones de un lado y del otro, siempre hay oyentes que lo acusan de “equidistante”, es decir, de no tener el coraje suficiente para repetir sus propios prejuicios. Y cuando Ferreras intenta aparentar mesura en La Sexta mientras sus tertulianos se desgañitan, lo único que consigue es que unos lo llamen cómplice y otros tibio. El resultado: la equidistancia es el único lugar donde llueve siempre.

En conclusión, la equidistancia en España no es un vicio: es un deporte de riesgo extremo. Y como todo deporte extremo, conviene practicarlo con casco, chaleco antibalas y, sobre todo, con un plan de fuga a Portugal. Allí, con suerte, la tibieza aún se llama “prudencia”.