Hace unos días, Joaquín Estefanía comenzaba un artículo en El País de esta dramática manera: “En pleno puente de agosto, toda la zona se quedó sin hielo y no hubo forma de preparar los gin-tonics ni los cubalibres; nadie había calculado tal nivel de consumo”. Estamos, sin duda, al borde del abismo.

Una de las fobias más “in” en la actualidad es la turismofobia, que parece ser de signo progresista. ¿Y cómo no iba a serlo? Después de todo, es difícil mantener una postura conservadora cuando te encuentras atrapado detrás de un grupo de turistas que caminan a la velocidad de un desfile de caracoles. Sin embargo, cuando veo este verano las manifestaciones “espontáneas” de la gente y leo comentarios en redes sociales sobre ser extranjero en tu propia ciudad, escritos por personas que luego también suben las fotos de sus viajes vacacionales a esas mismas redes, me pasa un poco como a los bancos en épocas de recesión: no doy crédito.

También leía estos días un artículo que calificaba la turismofobia de nihilista. Decía el articulista que “se empieza odiando a los que vienen a visitar un monumento y de ahí apenas hay un paso a odiar al mismo monumento con una mente cada vez más primitiva que ya ha mostrado sus frutos“. Esto me recuerda a aquello que decía Thomas de Quincey de que se empieza por cometer un asesinato y se termina por faltar a las buenas maneras.

Imagina esto: es pleno verano, decides salir a dar un paseo por el centro, esperando disfrutar de una tarde tranquila. Pero no. Lo que encuentras es una procesión de turistas, cámara en mano, deteniéndose cada cinco metros para capturar “la esencia” del lugar. Ellos sonríen, tú resoplas. Ellos disfrutan, tú te cabreas y piensas en cómo la ciudad solía ser antes de que se convirtiera en el decorado de las publicaciones de Instagram.

Existen diversos modelos de análisis para estudiar el impacto del turismo. Por ejemplo, sabíais que en la pasada década de los 70 se desarrolló un modelo teórico para comprender la relación entre los residentes de una comunidad y los turistas que la visitan, y que ese modelo fue denominado, no sé si con intenciones humorísticas, “Índice de Irritabilidad Turística”. George Doxey, su creador, postulaba que cuanta más gente veas con cámaras y chanclas mayor sería el deseo del residente de mandarlos a tomar por …, bueno, ya te imaginas. Internet, además de miles de comentarios insidiosos o rabiosos también acoge bastantes referencias bibliográficas para tratar este asunto en serio. Cosa, por cierto, que yo no voy a hacer aquí.

Pero la turismofobia no surge de la nada, ¡oh no! Se cocina a fuego lento, desde el primer día de la temporada alta, cuando vas a tu bar de costumbre y no hay manera de conseguir una mesa o que te atiendan con rapidez.

Síntomas turismofóbicos

  • evitar el centro de la ciudad
  • rechazo irracional hacia las camisetas hawaianas
  • desarrollo de una habilidad sobrenatural para identificar turistas a 200 metros
  • fantasías con la idea de instalar peajes en la entrada de la ciudad

Si ya reconoces los síntomas y aceptas tu condición turismofóbica, es hora de buscar soluciones. Una opción es desarrollar tu propio “turista interior”. Si no puedes con ellos, únete.

  • ponte una gorra de “I ❤️ [tu ciudad]”
  • sácate selfies en cada esquina, como un anormal cualquiera
  • aprende un idioma raro para que, si te abordan en la calle para preguntar una dirección, respondas en esperanto o klingon
  • crea tu propio “kit anti-turista”, aparatito con música a todo volumen, gafas de sol de espejo y un libro con el título “Cómo evitar la civilización”

La adopción de esta nueva perspectiva podría tener positivos efectos terapéuticos. La confusión en el rostro del turista será tu recompensa.

La turismofobia es un fenómeno real, pero también lo es el hecho de que los turistas, con todas sus rarezas y manías, forman parte del paisaje moderno de nuestras ciudades. La próxima vez que te veas atrapado detrás de un grupo de turistas que avanzan a paso de tortuga, recuerda que estos personajes pintorescos, por irritantes que puedan parecer a veces, son los mismos que mantienen viva la economía local y le dan un toque cosmopolita a tu ciudad. Quizás, solo quizás, el precio de vivir en un lugar tan deseado sea compartirlo con el resto del mundo, al menos por un rato.