Últimamente estamos viendo como, con insistencia, desde ciertas posiciones políticas se ataca, con constancia digna de mejor causa, a nuestra Constitución. Nos vienen a decir que la Constitución frena la marea democrática.
Me gustaría recordar que nuestra Carta Magna, fundamento de la legitimidad de nuestra democracia, fue fruto del acuerdo, del consentimiento, y de una votación que la respaldó mayoritariamente. Se produjo un consenso sin precedentes en nuestra historia. Y recordaré también que hubo una importante serie de razones históricas que pesaron sobre la plasmación final de nuestros derechos.
Está ocurriendo algo interesante, y es lo siguiente: hemos olvidado qué es y para qué sirve una Constitución. Para empezar una constitución debe ser perdurable y debe restringir las posibilidades de que la próxima generación pueda encerrar el futuro de la que venga detrás, es decir, debe tener cláusulas de contención. De forma práctica significa que 1978 impide que 2004 esclavice a 2030. Y esto se hace mediante una serie de ataduras mínimas pero sólidas, mediante una política de minimización de riesgos. El presente tiene un poder limitado sobre el futuro puesto que está restringido por una autoridad del pasado, es decir, estamos limitados por un precompromiso, por un contrato.
Sabemos, desde luego, que la Constitución Española provee de complejos mecanismos para su reforma. Esa dificultad autoimpuesta por los constituyentes tiene que ver con el hecho de que en su momento fundacional –el de la Constitución- España está en una época de ruptura con su pasado inmediato y debe mantener una serie de complejos equilibrios.
Nuestros derechos fundamentales y nuestras libertades tienen la garantía (formal) de la Constitución, aunque la indolencia y superficialidad de nuestra clase política los estén poniendo en riesgo. El Barómetro del CIS de hace unos días dice que el 51’50% de los españoles no están de acuerdo con la Carta Magna. Debe ser porque desconocen las circunstancias históricas en que fue parida y porque una buena parte de las generaciones posteriores a ella han vivido en la comodidad de tener garantías y derechos sin tener que pelear por ellos. Si a esto unimos la ineficacia de la administración pública, es decir, la ineficacia de quienes administran nuestros derechos, pues ahí tenemos los gérmenes del 15-M. La interesada y muy parcial crítica de nuestra arquitectura constitucional tiene su origen en los partidos políticos, algunos de los cuales, curiosamente, defienden ahora que el pueblo, la ciudadanía, lo debe decidir todo. Eso es populismo, ni más ni menos, y sólo traería una mayor degradación al sistema.
Con cierta frecuencia escuchamos que la Constitución está desfasada porque fue diseñada en una época que no tenía los problemas que tenemos ahora. Esto es una notable tontería, y además de corto alcance teórico, pero que está extendiéndose como un reguero de pólvora. Es cierto que la Constitución determina que nuestro país se desarrollara mediante un sistema de partidos, y es cierto, asimismo, que se reconoce el hecho autonómico. Naturalmente la responsabilidad del desarrollo de la vida de los partidos la tendrán los propios partidos, e igualmente para las comunidades autónomas. Responsabilizar al hecho constitucional de las mutiladoras políticas sociales es faltar a la verdad.
Hemos olvidado que los partidos políticos son un instrumento de intermediación entre la sociedad y el Estado. Y, al menos desde Simmel, sabemos que el conflicto es uno de los modos fundamentales de la vida en sociedad. La función –olvidada- de los partidos es la intermediación de esos conflictos.
Ya Madison, en El Federalista, asumía que los partidos son un mal necesario porque impedir su existencia haría más daño que permitirla.
Nuestra desafección a la Constitución entiendo que proviene de la gestión realizada por los partidos, y de la falta de adaptación a las funciones básicas que Lipset y Rokkan definieron: agentes de la gestión de conflictos, instrumentos de integración, representantes de las divisiones sociales. En resumen, deben ser la correa de transmisión que conecta a los gobernados con los gobernantes. En los últimos años los partidos no han sido agentes, ni instrumentos, ni representantes; han sido creadores y directores de la división social. Sumemos a esto la impredecibilidad de la conducta humana y nos queda un bonito cuadro.
La sociedad, y por tanto, su sistema político, se caracteriza por una diversidad y complejidad crecientes. La demanda social de mayor democratización choca con la disolución de la democracia interna de los partidos, secuestrada por sus propias élites. El mantenimiento de las organizaciones, de las estructuras, requiere una fuerte financiación que el sistema no termina de cubrir y hace que los partidos con poder representativo organicen capturas de efectivo de maneras no siempre adaptables a las leyes. Y cuando todo se va viniendo abajo, los partidos políticos, traicionando la lealtad que deben al Estado y a la Constitución, culpan a estos del fracaso del sistema. Lamentablemente, están teniendo éxito en esta propuesta.
Volviendo a la cita inicial, al menos desde el siglo XVIII –Hume, Locke, Jefferson, Payne- se han hecho serias objeciones al hecho de que una generación pueda encerrar a la siguiente dentro de esquemas constitucionales del pasado. Thomas Payne daba incluso un paso adicional al enfrentar, por este condicionamiento heredado, el constitucionalismo con la democracia. En el mundo de la teoría política y jurídica hay referencias tanto anteriores como posteriores a éstas.
Pero también hay posicionamientos desde otra óptica. El ya mencionado Madison, por ejemplo, tomando como condicionante la equidad mantenía que si el beneficio de algo se distribuye entre varias generaciones también debía hacerse así con las cargas.
No estamos, como vemos, ante un problema nuevo, ni mucho menos. La historia, esa gran desconocida, se repite.
La Constitución supone límites y cauces al ejercicio del poder. Es el símbolo de la unidad del estado y del acuerdo social. Y, en tanto que norma jurídica fundamental, sigue estando ahí, pero el proceso de cambio social permanente ha hecho que disminuya el valor, subjetivo, que cada individuo le otorga. Ello no empece para que, en defensa del consenso social, una reforma constitucional –una de las garantías del sistema- sea más que conveniente.