El sectario en política es un espécimen curioso, una criatura de costumbres inquebrantables que habita en los ecosistemas más radicalizados del espectro ideológico. Su vida transcurre entre la fe ciega en su líder (aunque tenga más incoherencias que el discurso de un borracho), la hostilidad hacia cualquier disidente y la construcción de realidades paralelas donde su bando siempre es el bueno, el justo y el iluminado. Siendo un personaje tan pintoresco, vale la pena analizar su comportamiento, su dieta informativa y sus reacciones ante estímulos adversos, siempre con la precaución de no hacerlo enfurecer demasiado, porque cuando un sectario se siente atacado, puede llegar a niveles de indignación comparables a los de un vegano al que han servido un caldo con jamón sin avisarle.

En la fauna política encontramos una gran variedad de sectarios, cada uno con su propia idiosincrasia, pero todos compartiendo el mismo gen del dogmatismo irrefutable. Entre ellos podemos identificar algunas subespecies de manual:

  • el sectario doctrinario: es aquel que se sabe el programa de su partido como si fuera la Biblia y se ofende profundamente si alguien osa señalar alguna contradicción en el mismo. Tiene citas prefabricadas para todo y responde a cualquier crítica con referencias a autores que solo él ha leído (y probablemente no haya entendido).
  • el fanático de pancarta: su hábitat natural son las manifestaciones, las redes sociales y las tertulias en las que solo participan personas que piensan exactamente como él. Está convencido de que su causa es la única moralmente aceptable y cualquier desviación de la línea oficial es herejía. Suele manejar un diccionario muy particular en el que “diálogo” significa “haz lo que yo digo o eres un fascista/comunista/traidor a la patria”.
  • el exaltado de eslogan: no lee, no analiza, no compara, pero puede repetir consignas con una precisión milimétrica. Se le reconoce por su tendencia a escribir en mayúsculas en redes sociales y su afición por las exclamaciones. Tiene un repertorio de frases hechas que usa en bucle y ante cualquier intento de razonamiento, responde con el equivalente intelectual de un ladrido.
  • el intransigente ilustrado: su superioridad moral es tan grande que a su lado, Sócrates parecería un tertuliano de reality show. No discute, pontifica. No argumenta, decreta. Es capaz de negar la realidad si esta no encaja con su visión del mundo y, si le muestras pruebas, inmediatamente descalificará la fuente o el contexto.
  • el converso radical: antes era del bando contrario, pero tuvo una epifanía (o lo echaron de su trabajo en un medio afín) y ahora se dedica a odiar con la furia del recién iluminado. Es el más agresivo de todos porque necesita demostrar a sus nuevos compañeros que su transformación es genuina. Insulta con más vehemencia, ataca con más saña y grita con más fuerza, como un exfumador que ahora persigue a los que encienden un cigarro a menos de 200 metros.

¿De donde viene un sectario? El sectario no nace, se hace. ¿Cómo?

Todo comienza con una pequeña semilla de resentimiento, a menudo regada por años de malas experiencias, discursos incendiarios y un entorno que refuerza sus prejuicios.

Primero descubre un dogma, es decir, se encuentra con una ideología que le ofrece todas las respuestas, sin necesidad de cuestionamientos. Es el momento de la iluminación.

A partir de ahí comienza un periodo de fanatización gradual, en el que empieza a frecuentar círculos donde todos piensan igual. Se va deshaciendo de amigos y familiares que tienen los santos cojones de plantearle preguntas incómodas y se obsesiona con fuentes de información que solo refuerzan su postura.

Y así, con bastante rapidez, va llegando al rechazo absoluto de la duda. En esta fase, el sectario ya no necesita argumentos, solo enemigos. Cualquier hecho que contradiga su visión del mundo es manipulación del sistema.

Siguiendo este camino se va convirtiendo en misionero. Y, claro, como tal, su única misión en la vida es difundir la palabra sagrada de su bando. Su tiempo libre lo dedica a pelear en redes sociales con desconocidos que tampoco cambiarán jamás de opinión. En las reuniones familiares, es el que convierte cualquier conversación en una batalla ideológica; por ejemplo, si alguien menciona la meteorología, el sectario responderá con una tesis sobre cómo el cambio climático es culpa exclusiva de los neoliberales/comunistas/el FMI/el Club Bilderberg o de un pequeño grupo de reptiles alienígenas que manejan el mundo desde las sombras.

En ocasiones, no demasiadas, la verdad, el sectario puede colapsar, sufrir una crisis cuando su líder supremo es pillado en un escándalo innegable o cuando un hecho de la realidad destruye por completo su dogma.

El buen sectario domina una serie de estrategias comunicativas diseñadas para evitar cualquier discusión real, con contenido real.

La más conocida es “y tú más”: si criticas algo de su bando, inmediatamente te responderá con un caso igual o peor del contrario, como si la existencia de un idiota en el equipo rival eximiera al idiota propio.

Otra estrategia es la sobregeneralización agresiva: cualquier persona que discrepe con el sectario automáticamente pertenece al bando enemigo.

Es también de interés el comodín de la historia; cuando se queda sin argumentos, tirará de referencias históricas más gastadas que un VHS de los Goonies. Según necesidad, el enemigo es igual a Hitler, Stalin, Franco, Pol Pot o cualquier otro de este jaez.

Tenemos también la estrategia del desprecio a la realidad en la que el sectario se apoya cómodamente si le muestras estadísticas sobre algún tipo de hecho. La respuesta ya la conocemos: “esas cifras están manipuladas”.

Y, por último, tenemos la estrategia del emotivismo descontrolado. Es bien sencilla; como los argumentos no son lo suyo, recurre a la emoción pura. En este tipo de discurso no hay lógica ni datos, solo indignación, gritos y cierta histeria por lo justo (lo suyo, claro).

La RAE, en su perpetuo esfuerzo por ayudarnos a comprender nuestro propio idioma (cosa cada día más complicada), establece un pequeña taxonomía del sectario. Veamosla:

  • Seguidor: es una versión suave del sectario. Cree en la causa, pero todavía mantiene algo de criterio propio.
  • Partidista: solo le interesa defender a los suyos. Si su líder dice que los cerdos vuelan, empezará a preparar una campaña para instalar aeropuertos porcinos.
  • Doctrinario: este es el sectario con gafas y un aire serio. Prefiere frases como “teoría de la hegemonía cultural” o “materialismo dialéctico”, aunque si le sacas de su discurso, fallará más que un político haciendo un test de honradez.
  • Dogmático: para éste su ideología es sagrada. Cualquier crítica se convierte automáticamente en blasfemia y quien la emita será declarado infiel, hereje y, posiblemente, fascista o comunista, dependiendo del dogma en cuestión.
  • Secuaz: es el sectario que está dispuesto a mancharse las manos por su líder. Por ejemplo es el que organiza linchamientos en redes sociales.
  • Fanático: ni siquiera finge ser racional. Su única misión en la vida es repetir su mantra ideológico con el modo histeria activado.
  • Intransigente: éste es el tío que es, en sí, una tapia argumentativa. Si le das argumentos, se tapa los oídos. Si le muestras hechos, mira hacia otro lado. Si le haces preguntas, responde con una consigna.
  • Intolerante: su naturaleza es binaria. Es como un semáforo autoritario: verde para los aliados, rojo para los enemigos. No existe el ámbar.
  • Exaltado: es una especialidad del fanático: es el fanático que grita. Es como un tío poseído por el demonio con un megáfono.

En fin, termino. Si hay algo que une a la humanidad más allá del amor, el fútbol y la procrastinación es la capacidad de dividirnos en bandos irreconciliables. Desde los albores del tiempo, cuando los cavernícolas discutían acaloradamente si la mejor piedra para cazar mamuts era la caliza o la pizarra, hasta nuestros días, donde debatimos con el mismo fervor si es más peligroso un político con acceso a Twitter o un influencer con menos de tres neuronas activas, el sectarismo ha sido un motor fundamental de la civilización.

El sectario, hoy, es un personaje que se ha hecho indispensable en la comedia política, una figura trágicómica que demuestra que el fanatismo no tiene ideología, pero sí una serie de patrones inconfundibles.