Hay políticos que hablan como si tocaran la flauta de Hamelín: sueltan la melodía. Primero lo siguen las ratas, luego los sigue la gente y, al final, unas al río, otros a la cueva.
Jordi Turull, secretario general de Juntos por Cataluña, pertenece a esa estirpe de flautistas. Cada vez que abre la boca, en lugar de música, salen patrañas de campeonato, mentiras de diseño, trolas de artesanía puramente catalana.
En su última coplilla nos entrega la teoría de que los andaluces se subvencionan el gimnasio y el perro con el dinero de los catalanes. Y claro, España entera respondió al unísono con un: “¡tururú… tururull!”.
La frase, lanzada con el gesto solemne y voz grave de un padre de la patria, tiene todos los ingredientes de la gran política que actualmente se practica en España (incluyendo, de momento, Cataluña): un enemigo externo (Andalucía), un agravio comparativo (“con nuestro dinero”), y un par de ejemplos pintorescos para la prensa (la cuota del gimnasio, las facturas del veterinario). El cóctel perfecto para incendiar titulares.
Repasemos lo obvio. Andalucía, como Cataluña, tiene autonomía para diseñar sus políticas fiscales. Si el gobierno andaluz decide deducir un 15 % en la cuota del gimnasio o parte de los gastos veterinarios, pues, aunque te joda, Jordi, está en su derecho. Lo hace con sus recursos, con su propio presupuesto. Nadie le “roba” a nadie. Más sensato sería preguntarle al gobierno catalán qué hace con su propia pasta, antes de señalar al vecino. Pero Turull va a lo fácil (tampoco se le puede pedir más): convertir las deducciones de perros y mancuernas en el saqueo del siglo.
La reacciones han sido inmediatas. Desde Adelante Andalucía lo han llamado “facha catalán” y le han exigido que se lavara la boca antes de hablar del pueblo andaluz. El PSOE-A, a través de una alta carga, ha aprovechado para darle también un golpe a Juanma Moreno, el molt honorable president de la Comunidad Autónoma de Andalucía: le reprocha que esté “todo el rato confrontando con Cataluña”. El gobierno de Ayuso, la simpar Isabel, fiel a su papel, se suma exigiendo a Turull que “se meta en sus cosas” y deje de usar la autonomía de otros territorios como piñata. La trola de Turull, como esas pelotas que botan solas, ha ido rebotando en todas las paredes políticas posibles.
Y es que Jordi tiene talento para la exageración. Su historial lo confirma. Allá por 2011, cuando un grupo de indignados rodeó el Parlamento catalán, Turull vio poco menos que un apocalipsis. En 2014, como portavoz de CiU, impulsó que el Tribunal Supremo revirtiera la absolución inicial de los acusados, logrando condenas de prisión. Fue testigo clave y llegó a declarar que aquello había sido un “golpe de Estado encubierto” (de esto, éste, sabe un rato), un “festín de los violentos contra todo lo que veían con corbata”.
Con semejante visión del mundo, no sorprende que ahora convierta unas deducciones fiscales en un expolio nacional. Su estrategia es siempre la misma: inflar la anécdota hasta que parezca catástrofe. Yo, a esto, lo llamo tururullada: trola vestida de epopeya.
El Jordi tampoco duda en recurrir al siempre cómodo comodín de la “catalanofobia” cuando alguien cuestiona sus tururulladas. A Pablo Iglesias, por ejemplo, lo ha acusado estos días de catalanófobo por criticar el traspaso de competencias en inmigración. Como en tantos otros aspectos de la mediocre política española (incluyendo, de momento, a Cataluña, y la embajada común en Waterloo), el principio a aplicar es: quien no bendice su relato es enemigo de Cataluña. Ese recurso es un truco muy viejo: envolver las discrepancias políticas en una identidad ofendida. Una artimaña que transforma cualquier debate en agresión.
En paralelo, el mismo Turull habla del “aparato represor” del Estado como si fuera un monstruo de Goya. Con la vuelta de Puigdemont proclamó que el aparato represor “se quedó con un palmo de narices”. Dramaturgia pura: el Leviatán español derrotado por la astucia del héroe exiliado. A ratos parece que Turull vive en un universo de novela histórica, mitad víctima, mitad gladiador.
Y sin embargo, conviene recordar un detalle jugoso: en 2019, nuestro Jordi, fue condenado a 12 años de cárcel por sedición y malversación, y en 2021 recibió el indulto del gobierno de Sánchez: fue perdonado por su teórico enemigo. No deja de ser simpático el hecho de que alguien condenado por malversar fondos públicos acuse a los demás de gastar mal su dinero; hay que reconocerle que de eso, sabe. Satírico sin quererlo: el indultado que reparte carnés de gestor responsable.
Los andaluces, por su parte, defendieron que las deducciones no son capricho. Bonificar gastos veterinarios implica evitar riesgos sanitarios derivados de los animales. Personalmente estoy completamente de acuerdo con esta medida: subvencionar veterinarios permite que, en Andalucía, los bichos (dicho cariñosamente) no anden sueltos por la calle, sin vacuna y sin bozal.
Al final, toda esta zarandaja no es más que un capítulo adicional de la gran serie nacional: Juego de Trolas. Turull se cree protagonista de epopeya griega, pero en realidad esto no pasa de ser un sainete. Lo suyo es ver gimnasios y perros subvencionados como si fueran armas de destrucción masiva. Y lo cuenta con tal dramatismo que uno esperaría ver a Leónidas gritando “¡Esto es Esparta!” mientras un andaluz se deduce el pienso del gato en la declaración de la renta.
En fin, Jordi continuará empeñado en vender sus tururulladas como revelaciones. Pero cada vez que lo haga, habrá quien le responda con una sonrisa y un: “¡Ey, Jordi!, ¡tururull!”.
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