He leído hoy un artículo sobre pajas que, por respeto al folclore contemporáneo, no diré de quién es. ¡Madre mía! Narradora femenina, of course. En los ’80, nos cuenta, si un tío no te satisfacía sexualmente, le decías que se echara a un lado y te hacías una paja ahí mismo. Eso sí, dice la relatora, “benevolentemente”, “tapando la incapacidad del otro”, “del macho”, porque ellas tenían una “esforzada intención pedagógica”. Vamos, que entre jadeo y jadeo se dictaba un seminario de autoformación: Masturbación Aplicada I: fundamentos del placer con perspectiva de género.
Y un poco más adelante, la cuentista afirma que “aquellas pajas eran un acto político”. Otra vez ¡madre mía! No sé si a Marx le daría un síncope o tomaría nota para un capítulo inédito: El capital erótico. Porque, claro, en la nueva dialéctica del placer, el clítoris ha tomado la Bastilla. En lugar de pan, orgasmos; en vez de barricadas, vibradores recargables por USB. Una revolución sin bajas -excepto las del ego masculino, que serán considerables- y con banda sonora de fondo tipo “Empodérate Remix”.
Y luego viene el catecismo habitual: que si la liberación, que si el desafío al patriarcado, que si el empoderamiento, que si objetos pasivos,… Nuestra cronista afirma que “cuando una mujer ejerce su sexualidad con libertad, no necesita pedir permiso ni ser validada por un sistema que vuelve a empeñarse en domarnos, en indicar cómo debemos comportarnos en los espacios íntimos”. A ver, esto podría ser cierto hace unas décadas, pero esta fábula hoy parece en todo caso excepción y no norma.
Hace 50 años la moral oficial dictaba el ritmo de las sábanas. Había horarios para casi todo, incluido el deseo. Pero hoy, entre TikTok, terapias sex-positive y anuncios de consoladores inteligentes que se sincronizan con Spotify (por si quieres tener un orgasmo al compás de Sabina), cuesta ver el riesgo real de represión. Más bien parece que el peligro es el contrario: que la libertad haya mutado en obligación de ser exhibida. No basta con ser libre; hay que parecerlo en stories de 15 segundos.
“El placer se convierte en un acto de autonomía y desobediencia”. ¡Amén! Lo que era un momento íntimo se transforma en gesto revolucionario, el orgasmo como manifiesto. Me pregunto si dentro de poco leeremos sobre la masturbación sostenible, con lubricantes éticos y enfoque de género. Todo es posible: en este país hay más congresos sobre sexualidad que parejas con conversación.
A este paso, llegaremos a ver campañas públicas con lemas del tipo “Hazte una paja por la democracia” o “No sin mi clítoris republicano”. Y quizá alguna diputada proponga incluir un día oficial del orgasmo consciente, con medallas al mérito erótico y un discurso institucional sobre la soberanía corporal. Porque en esta espiral de simbolismo hormonal, nada puede quedarse sin su correspondiente efeméride.
Al final uno acaba echando de menos la vieja discreción. Esa en la que el placer no necesitaba ser pedagógico ni el deseo tenía que justificarse con citas de Simone de Beauvoir. En la que la libertad se podía practicar sin hashtags. Donde lo privado era eso: privado. Porque entre tanto discurso emancipador, tanta teoría de la vulva insurgente y tanta masturbación conceptual, empieza a parecer que lo único verdaderamente transgresor sería callarse un poco.