En la gran pasarela del lenguaje actual hay un hábito creciente: la confección de híbridos verbales, palabras con pegamento que suenan a diagnóstico clínico y que, sin embargo, suelen ser solo un suspiro con pretensiones académicas. El procedimiento es sencillo: tomamos dos términos, los pasamos por la licuadora del marketing cultural, et voilà, tenemos un nuevo concepto trending en redes sociales. El siglo XXI ha descubierto que ponerle nombre a la incomodidad vale más que intentar resolverla.

El último maniquí en desfilar por esta estúpida pasarela es el heterofatalismo, una mezcla de resignación amorosa y crítica social que presenta el romance heterosexual como una condena escrita en piedra: desigualdad asegurada, frustración garantizada, conflicto de serie limitada. Un invento retórico que, con solo pronunciarlo, nos ahorra explicar en detalle por qué las citas de Tinder acaban en silencio, las cenas en monosílabos y las parejas en terapia antes del primer aniversario. El heterofatalismo solo lo sufren, es el signo de estos tiempos, las mujeres heterosexuales.

La ironía es que, más allá del neologismo, la sensación es tan antigua como los poemas de Safo o las comedias de Lope: el amor siempre ha tenido algo de trampa, y las dinámicas de poder entre hombres y mujeres no nacieron con Instagram. Pero bautizar el hartazgo con nombre nuevo da prestigio, y permite que la queja cotidiana se convierta en discurso cultural. El heterofatalismo no es solo una descripción, es una marca registrada del desencanto.

Pues bien, este recién llegado a la feria del concepto, y que suena a movimiento literario maldito no es otra cosa que la convicción de que el amor heterosexual está condenado a fracasar, que las citas son pasaportes al desencanto y que los hombres, como categoría, no son de fiar. Es la idea de que la atracción hacia ellos no es una elección, sino una sentencia. El resultado: una especie de soltería con fundamento filosófico, que permite convertir el hastío en bandera.

Parece que el palabro fue acuñado en 2019 por Asa Seresin, y desde entonces circula con soltura por diversas redes. Allí se representa con memes de chicas exhaustas, vídeos cortos que narran desastres amorosos, citas de filósofas feministas acompañadas de filtros de purpurina, hilos con anécdotas catastróficas de citas y confesiones de que salir con hombres hetero es como apuntarse voluntariamente a una escape room sin salida. La teoría es muy sencillita y a la moda: las estructuras heteropatriarcales contaminan cualquier relación heterosexual hasta volverla una experiencia inherentemente desigual y, por tanto, insatisfactoria. La práctica es aún más sencillita: quédate en casa, con pijama y vino, proclamando que la renuncia al romance no es tristeza, sino resistencia.

Lo atractivo del concepto está en que permite convertir lo que antes era pura queja en discurso con pedigrí. Antes se hablaba de desengaños, decepciones o simples malas experiencias. Ahora se habla de una condena estructural: cansancio adquiere aires de dignidad.

Claro que, si uno mira con un poco de perspectiva, el heterofatalismo no es tan novedoso. Ya en la literatura del Siglo de Oro abundaban las quejas femeninas sobre maridos infieles, novios ausentes y galanes que prometían el cielo y entregaban migajas. Lo único que cambia es el envoltorio: antes se llamaba “desengaño amoroso”, ahora se le pega un prefijo griego y un sufijo dramático y listo, ¡ya tenemos tendencia cultural!. La diferencia es que, hoy, el término viene de la mano de infografías en tonos pastel y de un manual implícito de autojustificación: no estás sola en tu hartazgo, tienes un concepto académico que te respalda.

El efecto social es curioso. Por un lado, el heterofatalismo funciona como terapia colectiva: permite a muchas mujeres poner nombre a esa sensación de cansancio que antes se vivía en silencio. Por otro, corre el riesgo de instalar la idea de que no hay escapatoria posible, que cualquier intento de vínculo heterosexual está condenado antes de empezar.

A mí, lo que más me divierte de estos términos es que funcionan como franquicias. Porque el mecanismo es muy rentable: se toma un, más o menos, malestar, más o menos, colectivo, se bautiza con nombre pegadizo, se lanza en redes sociales y, al cabo de unas semanas, ya tenemos camisetas en Etsy o en Vinted y talleres de coaching emocional a 60 pavos la hora. Cualquier malestar se vende mejor con logotipo.

La pregunta es si el heterofatalismo explica algo nuevo o simplemente repite con lenguaje posmoderno la vieja constatación de que el amor no es un refugio, sino un campo de batalla. Puede que la respuesta esté en la forma en que lo consumimos: como tendencia cultural que permite reírnos de nuestras desgracias sentimentales mientras proclamamos en público un desencanto que, en privado, sigue conviviendo con las ganas de enamorarse. Porque por más memes y polladitas que lo disfracen, la pulsión amorosa es más tenaz y resiste mejor que cualquier hashtag.

Y así, entre neologismos que suenan a tesis doctoral y experiencias que recuerdan a vodevil, el heterofatalismo ocupa su lugar en la vitrina de las palabras que describen nuestra época. No cambia nada, solo nos da un término más para justificar la soledad compartida.