En el vibrante y variado mundo de la lengua española, pocas palabras tienen tanta versatilidad y elasticidad como “lacra”. Esta palabra, cargada de negatividad y seriedad, se ha convertido en un amuleto y en una muleta para cualquiera que quiera sonar indignado y comprometido, aunque no tenga mucho que decir sobre el asunto en particular. Y es que, seamos sinceros, ¿quién no se ha topado con un político, un periodista o un influencer soltando la palabrita para darle más peso a su discurso? Y así, de repente, lo que sería una charla aburrida, se convierte en una épica batalla moral contra la última amenaza que nos acecha: la lacra.
El diccionario define “lacra” como una “secuela o señal de una enfermedad o daño”. Pero, claro, en el uso moderno de la palabra, esa definición se ha quedado un poco corta. Porque hoy en día, “lacra” es una etiqueta para todo lo malo, lo feo o lo que simplemente no entendemos. ¿Corrupción? “Lacra”. ¿Delincuencia? “Lacra”. ¿Esa fila interminable en el supermercado que parece no avanzar? ¡Lacra también!
Lo mejor de “lacra” es que nadie se molesta en pedirte que definas con exactitud a qué te refieres. La sola palabra lleva consigo una nube de indignación tan densa, que cualquiera que la escuche asentirá con la cabeza, sin necesidad de más detalles. Es, en pocas palabras, una herramienta perfecta para parecer serio.
Cuando dices “lacra” todo el mundo asume automáticamente que tu postura es firme, combativa y moralmente intachable. Y cuando el tema es de género, ¡prepárate! Porque si no mencionas la palabra “lacra” al menos tres veces en una conversación sobre igualdad, ni te molestes en seguir hablando. ¿Violencia de género? “Es una lacra que debemos erradicar”. ¿Desigualdad salarial? “Otra lacra que no podemos permitir”. ¿Hombres que siguen explicándote cosas que ya sabes? “Lacra del mansplaining”. Así que “lacra” se convierte en una especie de nihil obstat sobre el discurso que toque.
Nada suena más impactante y alarmante que decir: “La pornografía es una lacra para la sociedad”. ¡Boom! El público aplaude, las cejas se levantan y todos asienten enérgicamente.
Cuando un político se encuentra ante una audiencia difícil o necesita recuperar terreno perdido, la “lacra” se convierte en salvavidas. Imagina esto: estás escuchando un discurso, un tanto aburrido, lleno de términos vagos y promesas de cambio. Y, de repente, como quien saca un as de la manga, suelta: “Debemos erradicar la lacra de la corrupción”. ¡Boom! El público estalla en aplausos, las cámaras hacen zoom en su rostro serio, y por un momento parece que el mundo va a mejorar. Es el equivalente político de gritar “¡fuego!” en una sala de cine.
Claro, una vez que pasa el entusiasmo inicial, verás que no se proponen soluciones concretas. Pero eso no importa, porque la palabra “lacra” ya ha hecho su magia. Es el truco discursivo perfecto: sonar indignado y comprometido sin tener que hacer el trabajo sucio de proponer medidas o, ¡no lo quiera Dios!, cumplir promesas.
Y es que la “lacra” es maleable. Un día puede ser la corrupción, otro día la delincuencia, al siguiente, la falta de valores. Como buen comodín, se adapta a la situación. ¿El sistema educativo está en ruinas? “Es la lacra del abandono escolar”. ¿La economía cae en picado? “Es la lacra del fraude fiscal”. No importa qué problema se trate, si es lo suficientemente grande y complejo, puedes envolverlo en el oscuro velo de la “lacra” y parecer persona comprometida.
Tampoco los maestros de la indignación controlada -los periodistas- pueden resistirse al encanto de la “lacra”. ¿Qué sería de la prensa sin sus titulares sensacionalistas? “¿Crisis de la sanidad pública?” No, no, eso es demasiado frío. Mejor algo como: “La lacra que está destruyendo la sanidad pública”. De repente, lo que podría haber sido un aburrido informe sobre presupuestos insuficientes, mala gestión o falta de personal, se convierte en una telenovela de proporciones épicas. Los lectores fruncen el ceño, sienten el drama y, por supuesto, hacen clic.
Parece que algunos tienen un botón especial en sus teclados que automáticamente la inserta la palabra en cada artículo de opinión. Si la corrupción ya no asusta lo suficiente, solo hay que agregar “lacra” antes, y todo cobra un nuevo nivel de dramatismo: “La lacra de la corrupción en el país llega a niveles insospechados”.
La cuestión es que “lacra” tiene un efecto visual. Cuando alguien la pronuncia o la lee, automáticamente imagina algo viscoso y horrendo, algo que se arrastra por las instituciones y las corrompe desde dentro. De ahí su éxito en los medios. Porque, cuando se trata de vender drama, la palabra “lacra” es insuperable.
Incluir nuestra palabrita en el titular de una noticia no solo da la sensación de que estamos ante un problema es enorme y urgente, sino que también te ahorra tener que leer el resto del artículo. Solo con el titular ya entiendes que lo que sea que te están contando es muy, muy malo: “lacra” es un gran clickbait. Da igual si luego el contenido del texto es confuso o contradictorio. Tras hablar de la “lacra” que está destruyendo la sanidad o la educación, el periodista cierra el artículo con un “esperamos que las autoridades tomen cartas en el asunto”. Y colorín, colorado, este artículo indignado se ha acabado.
En los programas de tertulia, nuestra palabrita ha sido elevada a categoría casi filosófica. Da igual de qué se esté hablando, si se quiere sonar con autoridad hay que meter una “lacra” en medio. ¿Discuten sobre la televisión basura? “Es una lacra para la juventud”. ¿Debaten sobre la dieta del influencer de moda? “La lacra de los malos hábitos alimenticios”. La palabra no tiene límites. Es aquí, en los programas de tertulia, donde están los grandes maestros de la lacrología: expertos en indignación, siempre con una lacra en una mano y un cheque en la otra.
Y claro, al escuchar esto, todos los demás asienten solemnemente. Porque en estos programas, estar en desacuerdo con algo que contiene “lacra” en su descripción es básicamente declarar que estás a favor de la destrucción de la humanidad.
Twitter, ese campo de batalla de opiniones vertiginosas, ha adoptado la palabra “lacra” con un entusiasmo que asusta. Un simple tuit puede cambiar de ser algo irrelevante a una proclamación épica con solo añadir un toque de indignación moral. “La lacra de los haters en esta red social está fuera de control”, puede twittear un influencer, mientras cuenta los likes que suben más rápido que su indignación. La indignación en sólo 280 caracteres, ¿alguien da más?
TikTokers se indignan, Instagramers se quejan y, en LinkedIn, hasta los gurús de la productividad usan “lacra” para hablar del “gran mal que afecta la eficiencia empresarial”.
Los influencers, los nuevos filósofos de la era digital, no podían quedarse fuera de este juego. Han encontrado en “lacra” una palabra mágica que les permite sonar más profundos. De repente, ya no se limitan a decir que la falta de empatía es un problema. ¡No! Ahora se refieren a “la lacra de la falta de empatía en nuestra sociedad”. ¿Ves cómo suena más reflexivo?
Lo mejor de todo es que esta generación de influencers ha llevado la palabra a niveles de viralidad insospechados. ¿Un nuevo desafío en TikTok que no entienden? “Lacra de las tendencias vacías”. ¿Una marca que no patrocina su contenido? “Lacra del capitalismo salvaje”. Como ves, no hay límites. Lo único que necesitan es indignarse un poco y la palabra hace el resto.
En Instagram, los influencers luchan contra la “lacra del body shaming” con fotos perfectamente editadas en las que, paradójicamente, parecen haber pasado horas eligiendo la pose perfecta para hablar de “aceptación real”.
Y mientras tanto, sus seguidores les aplauden y se suman a la cruzada. Porque, claro, ¿quién estaría en contra de eliminar una “lacra”? Es como estar en contra de la paz mundial. Automáticamente quedas del lado bueno de la historia.
La genialidad de la palabra “lacra” reside en su vaguedad. Puede significar todo y nada al mismo tiempo. Es un término tan amplio, que puedes usarlo para describir cualquier cosa que no te guste. Desde los problemas más serios, como la corrupción, hasta los más triviales, como el café que se enfría demasiado rápido en la oficina. Todo es una lacra en potencia.
Y lo mejor es que la gente no te pedirá que definas con exactitud a qué te refieres. Es como si todos supieran, en lo más profundo de su ser, que “lacra” es algo malo y punto. No hay necesidad de debates filosóficos ni análisis minuciosos. Simplemente es.
La próxima vez que algo no te guste, no te compliques buscando palabras y argumentos. Solo di que es una lacra, y listo: ahorrarás tiempo y sonará más dramático.
La palabra, que un día sirvió para señalar problemas serios, ahora se usa como comodín para cualquier situación incómoda. Lo que una vez fue un término potente, se convierte en una palabra hueca, desprovista de significado. “Lacra” ha pasado de ser un término serio a convertirse en la muletilla favorita de quienes quieren sonar comprometidos sin hacer demasiado esfuerzo.
Así que la próxima vez que alguien te diga, con el ceño fruncido, que hay que erradicar la lacra de …, pregunta cómo. Eso sí, no esperes una respuesta muy elaborada. Probablemente te miren, asientan solemnemente y pasen a otra cosa.
“Lacra” es el equivalente lingüístico de levantar la voz en una discusión para ganarla, aunque no tengas ni idea de lo que estás hablando. Así que, si quieres parecer más serio, más comprometido y, sobre todo, más indignado, no dudes en incluir “lacra” en tu repertorio.