En el apocalipsis digital en el que vivimos, donde las redes sociales son el nuevo Coliseo romano y cualquier usuario con WiFi puede convertirse en emperador con el pulgar hacia abajo, la cultura de la cancelación ha alcanzado un nivel extremo. Hace unos años, si alguien decía algo incorrecto en público, se le miraba con desaprobación, se le corregía o, sencillamente, se le ignoraba. Pero hoy no es tan sencillo: hoy, lo que mola, lo que pita, es la cancelación, una especie de ejecución pública con más drama que un culebrón venezolano.

Porque, seamos honestos, la cancelación no es una simple llamada de atención. Es una industria. Es un deporte de masas. Es un linchamiento con hashtags, memes y comunicados de disculpa escritos por abogados con más miedo que talento literario. En el actual juego de tronos de la moralidad, nadie está a salvo.

Si en 2014 escribiste en Twitter un chiste sobre las croquetas de bacalao y las mujeres, prepárate para la cancelación.

Porque este es el quid de la cuestión: en la cultura de la cancelación no importa si la falta o el error es reciente, o si se cometió en la época en la que llevar pantalones de campana era socialmente aceptable. Lo que cuenta es la indignación del hoy. Y que tenga potencial para hacerse viral, claro. Porque si algo sabemos ya es que todo es material combustible para las redes sociales.

Fijaos, por ejemplo, en el caso de Woody Allen. Hace tiempo que el director de cine dejó de ser una leyenda del séptimo arte para convertirse en el blanco favorito de los canceladores. A pesar de que no hay condenas en su contra y de que un juez desestimó el caso en su momento, el solo hecho de que existan acusaciones en su contra bastó para que muchos lo excluyeran de cualquier evento cinematográfico. Amazon le retiró una película y algunos actores dijeron que trabajar con él fue un error (entre otros Colin Firth, Greta Gerwig, Mira Sorvino y Timothée Chalamet). Irónicamente, en el caso de Woody, la cancelación fue tan fuerte que se volvió inmune a ella: sigue rodando películas y llenando salas.

El caso de J.K. Rowling es también digno de estudio. La creadora de Harry Potter ha pasado de ser la autora más querida de una generación a la villana número uno de internet. Sus opiniones sobre cuestiones de género provocaron el arranque de la máquina de cancelar. Desde actores de su propia franquicia renegando de ella hasta editoriales negándose a trabajar con su obra. Pero, al igual que Woody Allen, Rowling ha encontrado una extraña inmunidad en la cancelación: sus libros siguen vendiéndose por millones, y su nombre sigue siendo una marca reconocida.

Ahora tenemos la cacería pública a Karla Sofía Gascón, actriz española y ganadora de importantes premios de cine (Cannes, Cine Europeo). Tras publicar una serie de burradas en Twitter hace unos años, ha sido cazada y ahora su productora le da la espalda, sus compañeros le dan la espalda, su ministro le da la espalda. El objetivo es aislar a la persona. En ello no hay justicia, no hay proporcionalidad y no hay petición de rendición de cuentas: es un linchamiento.

Algunos cayeron en desgracia, desaparecieron del mapa, perdieron contratos, amistades y hasta el derecho a existir en el universo de Google. Mirad los casos de Kevin Spacey, cuya carrera quedó reducida a cenizas tras las acusaciones en su contra, o de Johnny Depp, que fue cancelado y luego descancelado. Es el talent show de la crueldad, donde la votación popular decide quién tiene derecho a redención y quién no.

Yo siempre me acuerdo de Ambrose Bierce y su Diccionario del Diablo: “Espalda: parte del cuerpo de un amigo que uno tiene el privilegio de contemplar en la adversidad”.

Pero ¡atención! Porque lo que define la cancelación es que no distingue ni géneros, ni ideologías, ni causas. Lo mismo te ocurre por ser feminista, por ser progresista, por ser conservador, que por no serlo lo suficiente o no serlo al gusto de los canceladores. Siempre habrá alguien dispuesto a indignarse y a convocar una lapidación digital.

Lo más gracioso de todo esto es que, al final, nadie está a salvo. Hoy puedes estar entre los que cancelan y mañana entre los cancelados. Un mal día, un tuit sacado de contexto, una entrevista desafortunada y… ¡zas! A la hoguera.

La cultura de la cancelación es la exageración del antiguo lanzar tomates en la plaza pública. Solo que ahora, los tomates son hashtags y la plaza pública son las redes sociales. Es un recordatorio de que, en la era digital, todos estamos a un tuit de distancia de ser “cancelados”.