Cuando uno ve en televisión uno de esos insustanciales debatuchos, en los que un puñado de políticos y periodistas de marca, o sea, con firma, disparan a bocajarro cualquier tipo de insidiosa metralla retórica contra el rival, uno echa de menos no la bendita libertad de expresión, no la sacrosanta libertad de información, sino la muy pequeña, modesta, personal y peligrosa libertad de pensamiento. Siempre tengo la sensación de que se esfuerzan menos que el guionista de los Teletubbies; únicamente repiten como un mantra el discurso oficial de su patrocinador. Y ello nos va derivando a una especie de guetto ideológico del que no se puede salir porque tras las alambradas están los guardianes armados con peligrosos y mortales adjetivos, los que acabarán socialmente con el evasor.
Cuando yo era un niño lo peor que se le podía decir a alguien es que era un hijo de puta; ahora es mucho peor que te digan que no eres progresista.
Nos han llenado la vida de palabras pequeñas que a fuerza de ponerlas en mayúscula y repetirlas parece que constituyen un nuevo catecismo. Y como complemento fundamental de lo anterior una nueva sintagmatología: “las niñas y los niños”, “las políticas y los políticos”, “los tontos y las tontas”,… Pues tenemos que sufrir esta patología sintagmática para aparentar integración (palabrita pequeñísima) en nuestro medio social. Seguramente no queda demasiado para que alguien denomine a esto lenguaje sostenible (otra palabra pequeña).
Este pasarlo todo por la terminología y la ideología de lo políticamente correcto hace que, como he leído en algún sitio, “los libros de estilo de los periódicos sean actualizados con más frecuencia que el antivirus”. Y todo ello generado por una caterva de soplagaitas con nombre propio. ¿Se nos olvida que el lenguaje es un instrumento de poder? ¿que la generación de opinión es un valor electoral?
A algunos, que hemos aprendido y reflexionado con un puñado de tipejos, ya desacreditados, como Platón, San Agustín, Kant y otros indeseables, nos cuesta un poco de trabajo asumir esta especie de totalitarismo democrático en el que cualquier cosa vale si tiene detrás una de esas pequeñas palabras en mayúscula, a modo de guardaespaldas.
Lo lamentable es que todos los partidos políticos comparten este tipo de quincallería lingüística y así, entre unos y otros, y los voceros de ambos, nos van encerrando en una burbuja ideológica cuyo estallido presenciaremos a no mucho tardar. No sé si vosotros -espero que sí- pero, al menos, yo, valgo algo más. Para mí es importante.