El salario del miedo, de Henri Georges Clouzot (1953).
En algún lugar de Sudamérica, sitiados por el calor y la miseria, un puñado de hombres huidos de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, pasean sus polvorientos espíritus por las polvorientas calles de una ciudad polvorienta. Aquí no hay nada, sólo el pasar del tiempo, junto a la puerta de la cantina. Sólo Mario (Yves Montand) tiene el entretenimiento adicional de divertirse con Linda (Vera Clouzot), la sexualmente servicial camarera de El Corsario Negro, que destila una sensualidad felina en cada aparición en pantalla.
El expansionismo estadounidense hace de las suyas en el patio trasero de Norteamérica cuando un accidente, una explosión, en un pozo de petróleo viene a romper la monotonía. La compañía petrolífera yanqui quiere detener el fuego del pozo mediante una gran detonación con nitroglicerina. Pero hay que trasladar la nitro, y los trabajadores norteamericanos, que tienen familias y también sindicatos, quedan excluidos de tan peligroso viaje. Serán cuatro de los polvorientos europeos de la cantina los elegidos para tan peligrosa misión a cambio de 2500 dólares por cabeza: Mario, Jo (Charles Vanel), Luigi (Folco Lulli) y Bimba (Peter van Eyck).
Toda la narración del explosivo viaje de estos cuatro navegantes está dotada de un espeso suspense, tanto más cuanto que sabemos que en este caso sí, en este caso, como auténticos revolucionarios, sólo quedará la victoria o la muerte. Y es en el viaje donde cada hombre mostrará realmente lo que tiene dentro, desde el miedo y la cobardía hasta la altanería, el valor o el arrojo temerario.
La motivación de nuestros cuatro héroes no es el hambre sino la vuelta a Europa, una Europa arrasada por la guerra, una Europa que en cierto sentido ya no existe. Ellos son dos franceses, que viajan en el mismo vehículo, como la Resistencia y el Régimen de Vichy compartieron Francia, y un alemán (o quizá holandés) y un italiano, juntos en el segundo camión, como sus patrias unieron sus destinos en la Segunda Guerra Mundial. Todos harán el servicio a los vencedores, a los americanos. Ya es fácil adivinar quiénes morirán y en qué orden.
El tono existencialista, muy a la moda en 1953, favorece a la película. Y también la más que espléndida fotografía de Armand Thirard que nos deja pegado en la piel el sudor y el polvo que arrostran los protagonistas. El amplio prólogo de la película es para mí un acierto de gran mérito porque además de presentarnos a los personajes nos muestra el desamparo de los miserables y de los expatriados. Y es en ese mostrar en el que podemos ver y podemos entender los motivos por el que cuatro hombres están dispuestos a apostar sus vidas contra dos mil quinientos dólares; es romper el encadenamiento a la miseria y el vacío de sus propias existencias lo que valen realmente esos dólares.
Poco tiene Clouzot que aprender de Hitchcock en la cuestión relativa al suspense. Nuestros nervios se tensan a cada bache del camino, o cuando nos muestra los neumáticos o la velocidad a la que transitan. Como narrador usa Clouzot de todos los artificios a su alcance, y no son pocos: el afeitado de Bimba, con la historia que está contando a Luigi, es el anuncio y preludio de lo que pasará instantes después; la volatilización de las hebras de tabaco con que Jo se dispone a preparar un cigarrillo para Mario nos evita, al sustituirla, mostrar la escena que todos estamos esperando; o cómo, con mano maestra, nos muestra los cambios en los personajes a lo largo de su particular odisea.
Esta es una soberbia película sobre la condición humana, sobre qué nos mueve, por qué y hacia dónde. Una incontestable obra maestra del cine francés.